sábado, 9 de octubre de 2021
miércoles, 31 de octubre de 2018
viernes, 18 de noviembre de 2016
FUEGO ABORDO DE UN SÚPER CONSTELLATION L'1049 DE AVIANCA
CAPITULO
I DE “SANGRE Y CIELO”
HE querido hacerle un homenaje a mi colega , amigo e instructor de vuelo Alfonso Esparragoza, quien en la década del 60-70 me chequeo en DC6, luego en Lockheed Electra L'188, luego en Boeing 720 y finalmente en Boeing 707-320 CQ, pues creo que años mas tarde compro tiquete sin regreso al infinito. El me obsequio este escrito y yo solo lo he compilado y lo estampo en mi Blog Aeronautico, como un recuerdo de Alfonsito.
ALVARO SEQUERA DUARTE
CAPITULO
I DE “SANGRE Y CIELO”
FUEGO…!
El teléfono sonó insistentemente.
Atendí. Era la sección de Itinerarios de la “Avianca” para confirmar mi
asignación como Ingeniero de Vuelo para el día siguiente. Mis compañeros en la
carlinga, me dijeron, serían Capitán Jaime Duque Olarte y el Copiloto Humberto
Arango. Di las gracias, colgué y subí a acostarme.
Dormí bien aquella noche. Recuerdo que
amanecí eufórico. Baje hasta el garaje de mi casa, situada en un sector muy
agradable de Nueva York. Eché a andar el motor del automóvil y dejé el
calentador en funcionamiento. Fuí al comedor para desayunar en compañía de mi
esposa y de mis hijas, que se habían levantado para despedirme. Por la ventana,
húmeda por la evaporación, observé la calle, casi desierta a aquella hora. Los
árboles estaban desnudos, heridas sus ramas por la reciente helada; el
pavimento se veía cubierto con una fina escarcha que semejaba un gran sudario.
Aquel invierno era intenso, cruel; hacía un frío cortante que calaba los huesos
esa mañana del 20 de Enero de 1960.
Llegó la hora de partir. El carro estaba tibio,
acogedor. Coloqué mi maletín de viaje en la silla trasera, me persigné y
emprendí la marcha. Mientras conducía por la “Grand Central Parkway”,
divagué un poco: era una calamidad tener
que salir tan temprano en una mañana así. En fin… tocaba! A las nueve de la
noche estaría en Bogotá, donde el clima sería benigno, agradable… Aceleré. Tenía
que llegar al aeropuerto “Kennedy” dos horas antes de la señalada para el
despegue. Era ese inflexible reglamento! Miré hacia el horizonte: hermoso el
cielo azul profundo. Una opalescencia promisoria se insinuaba allá en lontananza,
por detrás de la empinada torre del
Empire State Building. Iba a ser, sin duda, uno de esos días paradójicos: mucho
sol y mucho frío. Y seguí avanzado por la solitaria carretera. La grama,
mustia, yerta, daba el paisaje un tinte de tristeza, una nota de agonía.
El Aeropuerto bullía como una colmena
human. Viajeros de diversas nacionalidades lucían sus indumentarias típicas.
Caminaban en todas direcciones. Unos hacían compras de última hora; otros
buscaban sus equipajes en tanto que los más andaban nerviosos, excitados,
acaso sin saber porque. Se escuchaban
conversaciones en muchos idiomas. Una pareja italiana, mandolinas al
hombro él, discutían y gesticulaban con
frenesí; un piloto inglés observaba con “mirada ausente” el andar glorioso de
una despampanante azafata española, una
de esas mujeres mezcla de árabe y andaluz seguramente; un comerciante, flaco y
de nariz aguileña muy característica, trataba afanosamente de vender sus
“finos” relojes… falsificados; una pareja de recién casados preguntaba a un
despachador por qué su vuelo estaba demorado… En fin, era un día como tantos
otros en el abigarrado terminal aéreo de Long Island.
En el Despacho Internacional me
entregaron una copia de nuestro plan de vuelo. Miré de paso el tablero de
control; llevaríamos cuarenta y un
pasajeros y almacenaríamos cinco mil galones
de gasolina. El mapa meteorológico pronosticaba un día claro, un cielo
límpido en toda la ruta. Seguí hacia el avión para iniciar mi trabajo de pre
vuelo: pruebas funcionales y comprobaciones exhaustivas de todos los sistemas.
Eran exactamente las nueve y media
cuando regresé para informar al Capitán
Duque que todo estaba en regla en nuestra aeronave. Podríamos salir a las diez
en punto.
“…Potencia máxima…”, ordenó el
Comandante. Avancé hasta el tope las cuatro palancas reguladoras de
combustible. Los motores rugieron, poderosos. Al instante el Super-Constellation HK-177, de “Avianca”
tembló como un monstruo sorprendido y barajusto en afanoso vértigo de
aceleración:…20 nudos… 40,…100,… 120,… El Capitán Duque, seguro y diestro, tiró
despacio de la columna de control… La pesada máquina, triunfante y grácil
ahora, levantó la nariz, se empinó y remontó vuelo. Todo iba a pedir de boca; temperaturas,
normales; revoluciones, 2900; voltios, 24; amperios, 380… El altímetro ganaba
ventaja; ahora estábamos a 500 pies; el velocímetro indicaba 140 nudos.
“…Ruedas arriba…”, fue la orden ahora.
Reduje gas. Los motores aminoraron sus ímpetus y los dinamómetros acusaron un
descenso de 10.000 a 7.600 caballos. Nos trepábamos raudos. Habíamos alcanzado
ya cuatro mil pies sobre el nivel del
mar. El puntero del velocímetro avanzaba con regularidad 155,… 160,… nudos Las
aletas también fueron retractadas.
“…Potencia media…!” gritó esta vez el
Capitán. El avión, aligerado ya de sus
impedimentas aerodinámicas, pareció saltar como un brioso Pegaso hacia el azul
del cielo, Nueva York, la metrópoli de los rascacielos atrevidos, la ciudad de
los mil y un afanes, quedaba atrás.
Y allá abajo, un mar displicente, casi sumiso, acariciaba
con desdén las playas ostentosas de la costa este de los Estados Unidos. A la
derecha, sobre el sur, la Estatua de la Libertad se alzaba majestuosa y parecía
agitar su antorcha como para desearnos feliz jornada; más allá, no muy lejos
podía distinguirse claramente una multitud que acaso observaba alborozada como
eran linchados unos negros… Pusimos régimen de ascenso y viramos suavemente
hacia un rumbo de 174 grados, en viaje que presagiaba feliz culminación…
Habíamos volado durante una hora y
cuarenta y siete minutos. El Copiloto Arango hacia una llamada radiofónica de
rutina:… “Torre de Norfolk,… Torre de Norlfok… este es el HK-177 de “Avianca”,
en vuelo 677…; volamos ahora sobre su estación, a 18.000 pies. Rumbo magnético,
175 grados…; sobrevolaremos Miami a las 14:03. Esperamos aterrizar en Montego
Bay a las 15:00… Gracias”. El zumbido de los motores difundía un hálito de letargo. Acababa de hacer una observación
de instrumentos. Todo era normal, rutinario. De pronto el avión comenzó a
temblar… Algo andaba mal! El Capitán Duque se afianzó en su silla y me miró
inquisitivo.
El dinamómetro del motor de la extrema
derecha oscilaba. Escudriñé la pantalla del detector electrónico de fallas. Las
sinuosidades eran normales. Esto indicaba que el motor estaba bueno. La
vibración era causada por la hélice o por su “gobernador”. Peligroso, muy
peligroso. Si aquella llegara a “desbocarse” podría desprenderse de su eje, lo
que causaría casi con seguridad un desastre. Informe al Capitán y pedí
autorización para reducir la potencia a un mínimo para reducir la potencia a un
mínimo en esa hélice mientras él tomaba una decisión: era urgente detener el
motor para evitar una tragedia. Duque, con mucha serenidad, tomó el micrófono pulso
el botón de VHF y estableció comunicación de emergencia:… “control de Norlfok;…
Este es el HK-177 de “Avianca”;… tenemos dificultades con la hélice número
cuatro;… vamos a detener el motor;… solicito permiso inmediato para descender a
10.000 pies… Me oyen?”. Y al instante:”…HK-177…Este es Norfolk;… recibido su
mensaje; autorizado descenso inmediato a 10.000 pies;… repetimos, 10.000 pies…
Estaremos pendientes;… los seguiremos con el radar… Manténganos
informados…Buena suerte, HK-177…”
El Capitán presionó sobre la columna.
La nave se inclinó. El altímetro comenzó a retroceder: 15.000 pies,…
13.000,…10.000. En atención a una orden perentoria, oprimí el botón de perfilamiento, cerré simultáneamente
las válvulas de gasolina e interrumpí el circuito de ignición. El motor dejó de
funcionar, la hélice detuvo su rotación y el HK-177 se serenó. El peligro había
sido conjurado!. Los otros tres motores funcionaban a la perfección, pero era
preciso aterrizar cuanto antes para reparar la avería.
La aeromoza Zarandona vino a la
carlinga a informase de qué ocurría.
Había visto la hélice en “paso de bandera”, que en jerga de aviadores quiere
decir que sus palas se orientan con el aire para reducir la resistencia aerodinámica. El Capitán la
informó brevemente y le pidió que mandara al Jefe de Cabineros Inocencio Parra.
A éste le ordenó que enterara a los
pasajeros de que debido a una avería
“sin importancia” aterrizaríamos en Miami; que estaríamos allí aproximadamente
una hora y media y que durante su estada en el aeropuerto serían invitados a
refrescos, por cortesía de “Avianca”. Poco después escuchamos la voz de
“Parrita”, serena y clara, que pasaba el mensaje por los altavoces. Nadie
hubiera adivinado que aquel era su último mensaje!.
Como el plan de vuelo estipulaba una
aerovía que pasaba sobre Miami, no hubo que alterar rumbo. Rectificamos
nuestras computaciones para ponernos a tono con la nueva configuración de la
nave. No sería necesario botar gasolina para alcanzar el límite de peso para el
aterrizaje. Bastaría con “enriquecer” las mezclas y, por tanto, consumir un
poco más. Así, con la nueva velocidad reducida a 164 nudos, llegaríamos sobre
Miami con un peso bruto de 107.000 libras, que era el máximo permisible.
Ahora volábamos sobre el mar, la costa de Florida muy cerca a
la derecha. Podíamos ver las olas estrellarse contra las playas y formar
pequeñas vertientes. No muy lejos se divisaba West Palm Beach, toda llena de
hoteles suntuosos y de palmeras exuberantes. En el horizonte remoto se
presentía ya Miami. Un pesquero navegaba a toda máquina rumbo al sur, casi con
seguridad hacia las costas colombianas a desposeernos imponentemente de
nuestra riqueza ictiológica.
La torre de control autorizo un
descenso largo, hasta cuatro mil pues. Preguntaron al Capitán Duque si deseaba
que tomaran alguna precaución adicional a las acostumbradas en estos casos.
Contesto que solamente las de rutina para aterrizajes en tres motores. Y
seguimos aproximándonos por el norte. Verificamos el peso: 107.000 libras, ni
más ni menos.
La torre ordenó otro descenso, a dos
mil pies esta vez. Autorizó la maniobra de aterrizaje. Desde lo alto pudimos
ver dos carros de bomberos que tomaban posición en la cabecera de la pista.
Seguimos acercándonos. Habíamos virado un poco y volábamos sobre el occidente
de la ciudad. El aeropuerto estaba allí, a poca distancia, un poco a la
izquierda.
El Capitán Duque accionó los
controles. El ala derecha se inclinó marcadamente. Nos orientábamos hacia la
pista con gran precisión. El tren y las aletas de aterrizaje estaban ya
extendidos, listos. Una última reducción de poder y un tirón suave de la
columna de control hicieron que el HK-177 se deslizara sobre la pista
magistralmente. El Capitán había hecho un gran trabajo. Los carros de bomberos
se alejaron.
Cuando examine, ya en la plataforma de
desembarque, la hélice dañada vi que estaba manando aceite de su “gobernador”.
Habría que cambiar ese componente. Eran las dos y cincuenta minutos de la
tarde. Nuestro avión era el único en la rampa. Los técnicos conceptuaron que el
trabajo no se podría efectuar allí y remolcaron, la aeronave hacia un hangar.
La traerían, ya reparada, a las 4:45 de la tarde. Se fijó la salida para
Montego Bay para las 5:00.
El Capitán Duque, el Copiloto Arango y
yo fuimos entonces a reunirnos Con los pasajeros en la refresquería. Eran
atendidos con mucha solicitud por nuestros carabineros y aeromoza. Al vernos
hubo elogios desmedidos, fruto de la
nerviosidad. Unos consideraban que habían estado en “grave peligro” y aclamaban
al piloto como a su salvador; otros, menos expresivos, aprobaban con amplia
sonrisa tales exageraciones. Todos se consideraban. Y era hasta explicable tal
actitud. Los pasajeros son impresionables: ante cualquier emergencia, por
pequeña que sea, reaccionan como si hubieran estado muy cerca de morir. La
verdad es que El Capitán Duque se sentía incómodo ante el papel de salvador. Los aterrizajes
con un motor inoperativo no revisten gran peligro. Además, los aviadores están
bien adiestrados para afrontarlos con éxito casi invariablemente.
Al filo de las cinco de la tare
supimos que habría una demora adicional. Poco después nos informaron que el
HK-177 estaría listo para volar a las nueve de la noche. Ya a esa hora era sin
duda muy tarde para reanudar el viaje. Estuve seguro de que nos mandarían a un
hotel a descansar hasta la mañana siguiente. No fue así. Nos ordenaron
permanecer en el aeropuerto y
notificaron al Copiloto y a mí que, de acuerdo con el Capitán, el representante
de “Avianca” había ordenado comida para todos en el “Salón Chino”. Estaría
lista a las siete de la noche y, como siempre, habría mesa especial para la
oficialidad. (Conviene aclarar que la “especialidad” consiste en que no se sirven cocteles ni bebidas que
contengan alcohol).
Eran las seis y media de la tarde. Una
oscuridad incipiente se difundía poco a poco. Era el advenimiento inexorable
del ocaso. Un sol rojizo y cansino capitulaba detrás de las palmeras. Las nubes
mostraban sus últimos arreboles. Bandadas de gaviotas se alejaban hacia el
poniente y un alcatraz solitario e indeciso revoloteaba sobre el aeropuerto. La
noche que nos esperaba iba a ser larga. Me sentí invadido por una sensación
rara, vaga. Por qué no aplazar el vuelo?. Pensé sugerirlo pero decidí esperar.
Acaso el Capitán Duque, hombre conocedor
de su responsabilidad, lo resolvería en momento oportuno. Era lo lógico, lo
indicado como simple normativo de seguridad.
Y es que tripular un avión grande,
multimotor, implica desgasta, físico y mental; significa consumo de energías.
Es labor agotadora. Muy al contrario de lo que muchos inexpertos creen, la
aviación comercial no es aventura ni trabajo de alegre ejecución. El aviador consiente
vive la jornada con dramática intensidad. Hay tanto que atender! Para mantener
la nave dentro de la ruta pre asignada es preciso hacer correcciones de rumbo y
de altitud frecuentemente. Los instrumentos modernos de navegación aérea son
tan sensibles que acusan hasta mínimas desviaciones de la “aerovía”. La
expectativa del piloto es permanente: vive en tensión en estado de alerta física y anímica. Espera lo
previsto y… lo imprevisto. Los vuelos “a ciegas” o cuando el tiempo es variable constituyen una pesadilla, un
constante otear un horizonte difuso, blanquecino y cansón. Hay intranquilidad.
Nunca se sabe que tan experto o consiente es el piloto de otro avión que
puede estar acercándose en sentido contrario. Un desliz en la ajustada
de un altímetro puede significar una colisión; una leve maniobra imprudente
para esquivar una nube puede ser fatal; una indicación errada e un radiofaro,
si no es advertida al instante, puede acarrear el desastre.
No hay descuido pequeño en aviación.
Volar como lo hacen tantos aficionados es fácil y… peligroso. Volar bien, en
cambio, es una Ciencia que presupone facultades de excepción: serenidad,
concentración y capacidad para tomar decisiones acertadas y rápidas, irreversibles casi siempre. El
buen piloto lo sabe así y, porque no se
confía. Sabe que el mejor aliado del accidente es la confianza. Toca al aviador
vivir la jornada con enervante intensidad.
El
hombre inteligente, de criterio sereno y analítico, impera sobre la máquina.
Por eso cuando una aeronave va comandada por un experto – mente lúcida y
músculos agiles – las fallas mecánicas, salvo en contadas ocasiones, son
relativamente fáciles de afrontar. Lo grave es el error humano que generalmente conlleva dolorosas ocurrencias.
Por lo menos un noventa y cinco por
ciento de accidentes aéreos son causados por exceso de confianza, por un
descuido “insignificante” o por una obstinación “inocente”. Sin duda tiene un
factor común, despiadado e
injustificable: falta de responsabilidad.
De ahí que ningún piloto debe exceder la
jornada ni desafiar las graves consecuencias de la fatiga. Hacerlo es, cuando
menos, temerario. Ni el más avezado comandante puede evitar la anulación parcial de sus facultades a causa del
cansancio; su percepción se torna incierta, su criterio se atrofia, sus reacciones se vuelven lentas
y equivocadas. Y entonces, dentro de la inminente lógica de las cosas mal hechas, el vuelo que él
comanda se convierte en un accidente en potencia, en una aventura a merced de
lo intempestivo.
Precisa admitir que el vuelo nuestro
comenzaba a enmarcar muy definidamente dentro de tal modalidad. Las horas de
espera en los aeropuertos son enervantes. Había razones para que estuviéramos
cansados; habíamos madrugado aquel día; habíamos volado cerca de cinco horas,
tres de ellas bajo la tensión de una avería mecánica, y llevábamos ya cinco
horas de expectativa en aquel aeropuerto, sometidos a la constante presión de
nuestros pasajeros.
Así
que no tuve duda. Lo acertado seria aplazar la reanudación del viaje para la
mañana siguiente. Era lo juicioso. Me
fui a buscar al Capitán para sugerírselo. Mi petición fue denegada de plano.
Había que llegar a Bogotá aquella madrugada, a cualquier precio; comenté
aquella decisión con el Copiloto Arango y supe entonces que él había también
fracasado en igual deseo. Quedaba una alternativa: negarnos a volar, pero eso
hubiera ocasionado un cargo de indisciplina y, a la postre, la cancelación de nuestro contrato
de trabajo. Conclusión: a volar!.
Ahora nos confirmaron que la comida
sería servida a las siete y media. Decidí aprovechar la hora que aún faltaba
para relajar mis nervios, que habían comenzado a crisparse. Traté de dormir en
la sala de tripulantes pero no logre conciliar el sueño. La iluminación allí
era demasiado brillante. Además entraron un piloto y una azafata de otra línea
aérea y comenzaron a cuchichear muy amorosos e impertinentes. Me levanté de la
butaca en que estaba recostado y, de mal humor, caminé hacia el pasillo
principal.
La noche se había venido encima.
Nuevamente intenté adormitarme pero el cerebro me traicionó, se me desbocó.
Pensaba y pensaba. Hice cuentas: si salíamos a las nueve de la noche, como
estaba decidido, llegaríamos a Bogotá casi al amanecer. Qué jornada! Pero era
inútil preocuparme por eso. Recordé entonces muchas incidencias acaecidas a lo
largo de mis doce años como Ingeniero de vuelo. Reconstruí con asombrosas
vividez los detalles de cómo estuve a punto de perecer en accidente aéreo meses
atrás. Hoy vuelvo a recordarlo: Eran las nueve de una gloriosa mañana de verano
en Bogotá. Estábamos en la cabina del HK-177 el Capitán Guerdon Brockson, el entonces Copiloto Diego Abdalah y
yo. Volaríamos a New York con escalas Barranquilla, Kingston y Miami. Todo
estaba listo. Pasamos revista de nuevo a la información esencial: pasajeros,
72; gasolina en depósitos, 2.500 galones; peso bruto, 109.000 libras;
temperaturas ambiente, 22 grados centígrados; visibilidad de despegue, ilimitada,;
tiempo en ruta, ligeramente nublado…
La Torre
de Control dio la orden de partida. El Capitán ordenó que pusiera en
marcha los motores. Una tras otra, las cuatro poderosas hélices comenzaron a
rotar. El Copiloto leyó la lista de comprobaciones: “Presiones y temperaturas,…
normales; aletas aerodinámicas,… 60%.; generadores,… 28 voltios; inversores,…
400 ciclos; V1,…100 nudos,… V2,… 111 nudos; mezclas,…
ricas…”
(Debo hacer aquí un paréntesis para
explicar a mis lectores no iniciados en aviación que V1 y V2,
son velocidades críticas que se consideran determinantes durante la maniobra de
decolaje de cualquier avión moderno. Son variables y se calculan en función del
peso bruto de la nave, de la longitud disponible de la pista y de la
temperatura ambiente. El Copiloto, ojo avizor
sobre el velocímetro, las grita a medida que se van alcanzando. La
primera fija el límite en que el piloto puede detener su aeronave en caso de
emergencia; la segunda determina que la suerte esta echada. Ya no se debe
abortar la maniobra. Cualquier apuro hay que afrontarlo en el aire. Detenerse
significaría una desgracia inevitable, una aparatosa estrellada en los confines
del aeropuerto. Y esas velocidades eran especialmente críticas aquel día tan cálido
en la inadecuada pista del Aeropuerto de Techo. Precisaba ser muy cuidadosos.
Toda precaución era poca, por si acaso…)
Corríamos sobre la pista. Habíamos
superado ya V1. El indicador de velocidad ganaba ventaja:… 107
nudos,… 108,… 111. Acabábamos de rebasar
V2 cuando sonó el timbre de alarma. En el tablero de emergencia se
encendió una luz roja, el motor número dos estaba ardiendo! Notifique al
Capitán la identidad de la falla. Sin apartar la vista de enfrente, me ordeno
no tomar acción. Y es que era preciso aprovechar hasta el último gramo de
potencia para lograr elevarnos en aquella corta pista que se acababa
rápidamente. Brockson, viejo veterano, hizo presión sobre la columna de
control. El avión vaciló, empino la trompa y, finalmente, remontó vuelo.
La campana seguía repiqueteando
estridente, asustadora. El Capitán pidió retracción inmediata de tren de
aterrizaje y de aletas aerodinámicas. Ganamos altura hasta 300 pies sobre el
nivel del terreno. Recibí orden de
detener el motor y combatir el fuego. Corte la alimentación de
combustible y la ignición y perfile la
hélice; seleccione la manija del extinguidor de incendios y tire violentamente
del disparador. La campana ceso de sonar. El fuego se había extinguido… pero el
velocímetro comenzó a retroceder: 140 nudos,… 120,… 100,… 90! Perdíamos
sustentación. El HK-177 se iba a desplomar…! El Capitán apeló al único recurso
posible: bajo la nariz de la nave y apunto hacia el suelo. Perdimos cien pies sin ganar velocidad apreciable. La
tierra se acercaba… Un tirón de la columna de control y enderezamos. La aguja
del velocímetro continuaba en 90. Una torre con un enorme tanque nos esperaba
enfrente, a poca distancia. Íbamos a estrellarnos! Intentar un viraje forzado
era un suicidio: a esa escasa velocidad las alas perderían toda sustentación y
caeríamos a plomo sobre y sector poblado,… con 2.500 galones de
gasolina de alto octanaje!.
En aquel fugaz momento comprendimos toda la gravedad de la
situación. Entonces el Capitán Brockson aventuro un levísimo movimiento de la
cabrilla. El ala derecha se elevó centímetros y paso sobre el tanque, casi
rozándolo. Iniciamos un viraje lento, critico, peligrosos a aras de los techos. El avión temblaba,
señal de que iba a entrar en “pérdida”, de que se iba a caer, pero la pista estaba ya allí enfrente, cercana,
acogedora, y acaso en el momento
crucial, cuando ya la Muerte estiraba su garra, rebotaron las llantas sobre el
asfalto. EL noble HK-177 se había salvado… y con él, nosotros. Fue un milagro.
Técnicamente no se concibe una sustentación a 90 nudos sobre Bogotá. La vida de
todos pendió de un débil hilo. Acaso las oraciones…
Siete y media de la noche. Llegaron el
cabinero Inocencio Parra y la azafata Paloma Riaño a informarme que el Capitán
Duque y el Copiloto Arango me esperaban. Camine hacia el comedor. Al atravesar
el pasillo lateral divisé desde lo alto el impresionante paisaje de Miami
nocturno. Preciso contraste de oscuridad y reflejos multicolores.
El ambiente y la decoración eran
atractivos en aquel comedor: farolitos chinos pendían de las paredes y de los
techos. Había un incentivo acogedor, un exotismo oriental. Sobre las mesas
lucía su distinción la champaña, servida de burbujeantes copas de fino cristal;
de los pequeños y gráciles floreros de plata se levantaban amapola y claveles
rojos, y de aquellos tersos manteles de níveo lino aparecían emerger como por suerte de magia las
lamparitas de aceite cuya luz vivaracha y tenue dibujaba sombras caprichosas y
móviles sobre las flores.
Los pasajeros estaban alegres, no cabía
duda. El abogado Pájaro recitaba en voz baja para un auditorio que lo escuchaba con deleite: El
torero Chicuelo II y su cuadrilla, allá
en otra mesa, hacían caso omiso de la champaña y bebían de una “bota” española;
el señor Capehart y su señora brindaban
el uno para el otro con encantadora coquetería. Todo allí era euforia. Ni el
más leve presentimiento de que, para casi todos, aquel convite era el último!
Nuestra mesa, en cambio, estaba triste.
Reinaba allí cierta lasitud, un desgano
asfixiante. Arango de temperamento
jovial y jacarandoso, ensayó un chiste que pasó ignorado, hice un comentario
picaresco, que fracasó rotundamente. Para romper aquel hielo, aquella
indiferencia, señale una de las lucecitas de aceite y dije: “Parecen lámparas
votivas. Me gustaría tener una así en mi
casa”. Silencio. El Capitán Duque, fijo
una mirada intensa en una de ellas y contestó: “A mí me parecen veladoras de
difuntos”. Y volvió a sumirse nuestra mesa en un mutismo sepulcral… (Qué visión
aquella de Jaime Duque, Dios mío! Qué anticipo macabro a los designios inescrutables!).
A las nueve menos diez minutos se dio la
orden de pasar a bordo. Poco después enfilamos hacia la pista. Muy cerca de la
cabecera nos estuvimos para las pruebas de rigor. Comprobé los motores uno y
cuatro e hice una observación de instrumentos. Perfectos. Ahora tocaba el turno al dos y al tres. Avance lentamente las
palancas reguladoras de poder: las revoluciones subieron parejas a dos mil cien
y la presión de múltiple se estabilizó en treinta pulgadas de mercurio. Me
disponía a probar las hélices, generadores y magnetos cuando el motor número dos sufrió una pérdida repentina
de fuerza. Las revoluciones se bajaron a 1.900 y el indicador de consumo
comenzó a oscilar. Teníamos problemas otra vez! El analizador electrónico de
fallas fue certero ahora: un distribuidor se había roto. El Capitán, con sano
criterio, decidió que no podíamos salir
así y avisó a la torre de control que regresábamos debido a falla mecánica. A
las nueve y veintidós minutos estábamos desembarcando pasajeros de nuevo. Uno
de ellos decidió enfadarse y cambiar de
línea aérea porque esos aviones “no servían”. Y se fue con maleta y
todo.
El distribuidor estaría reparado y el
avión listo a media noche. Consideramos Arango y yo como obvio e indiscutible
que el vuelo quedaba aplazado
automáticamente, pero la decisión del Capitán Duque nos fue ratificada:
saldríamos tan pronto como el HK-177 nos fuera entregado. Arango y yo tratamos de protestar pero fue inútil.
Ordenes son órdenes. Duque alego que había sido amonestado en ocasión anterior por el Vicepresidente Técnico por haber
pospuesto un vuelo muy similar. Tenía una carta que podía exhibir al instante,
nos dijo. Pese a tan poderosa razón, no quedamos convencidos. Estábamos
realmente cansados.
A las doce y dos minutos partimos. El
pronóstico meteorológico era dudoso. Habíamos almacenado gasolina extra por si
nos tocaba sobrevolar Jamaica y seguir hasta Barranquilla. En la cabecera de la
pista, como la vez anterior, probamos los sistemas y los motores, que sonaron
poderosos y sanos esta ocasión. El Capitán ordeno Arango que tomara los
controles hasta Montego Bay. Este me miro
resignado y obedeció aquella
orden llena de temeridad.
Comenzamos a correr sobre la pista.
Aumento la velocidad y la tierra empezó a quedar abajo. Y así con una
tripulación incapacitada por la fatiga, “despego” el HK-177 de “Avianca” en
etapa lógica hacia la muerte. Cuarenta y un pasajeros, inocentes y confiados,
tenían su destino definido!
La visibilidad no era la mejor,
Hicimos un “tráfico” largo sobre Miami mientras ganábamos altura. Ajustamos
rumbo sur de 177 grados y regulamos el régimen de poder al valor indicado por
las cartas. Entonces el Capitán Duque pensó que los pasajeros debían estar muy
cansados por lo larga de la jornada y ordeno
apagar las luces principales de la cabina para que pudieran dormir durante dos horas.
Avanzábamos en la oquedad de la noche.
El aire afuera se adivinaba húmedo y
frio. El horizonte era incierto y convulsionado: allá, contra la bóveda
infinita, fulguraciones de tormenta destellaban como una prevención del cielo…
El HK-177 se deslizaba hacia su destino con precisión matemática. Entre tanto,
la parcas, trío inmisericorde, preparaban su festín macabro!
Atravesamos una capa de nueves de
mediana compacidad. Comenzó a lloviznar. Me dedique a las labores de rutina. El
correspondía durante el crucero, calcular entre otras cosas los consumos y
llevar una estadística minuciosa del combustible en cada tanque. Esto es muy importante porque es preciso consumir
gasolina en un orden determinado por la resistencia estructural de la nave. Así
se evita someter las alas a esfuerzos cortantes excesivos durante operación
en tiempo movido y, además, se mantienen un cierto
límite de centro de gravedad para que el avión no tienda a escorarse hacia
babor o estribor. Esto implica computaciones laboriosas cada hora o siempre que
se hace un reajuste de potencia debido a variaciones de temperatura ambiente o
de densidad atmosférica. Recuerdo que tuve que hacer un gran esfuerzo para concentrarme y
poder trabajar. El computador parecía deslizarse sistemáticamente de entre mis manos. Estaba rendido,
sinceramente imposibilitado.
Resultaba alarmante sentir en carne
propia los estragos del cansancio. La fatiga había mermado mis facultades
básicas de manera evidente. Fui víctima de una ilusión óptica: los instrumentos
parecían mofarse de mí. Se opacaban, se abrillantaban, se alejaban, se me
venían encima. Cómo librarme de aquello?. Llamé a la aeromoza Zarandona y la
pedí un vaso con agua bien helada – acaso el último que dio en su vida! – y me
lavé la cara. Reaccioné. Todo se estabilizó a mí alrededor. Consideré que los
pilotos debían estar en las mismas
condiciones en que estuve poco antes e iba a insinuarles que también se lavaran
la cara, pero ya era tarde. En ese preciso momento el Capitán Duque nos ordenó
iniciar la maniobra de aterrizaje. Montego Bay estaba a la vista. Eran las dos
y diez y seis minutos de aquella dolorosa madrugada del veintiuno de Enero de
1960.
Arango se ajustó el cinturón de
seguridad. Llevó su mano izquierda a los aceleradores y los retrasó un poco. El
HK-177 comenzó a descender dentro de un patrón asignado desde tierra. Pasó
sobre la estación a 6.000 pies y se
dirigió hacia el mar para describir un gran semicírculo y orientarse con la
pista indicada. El Capitán leyó en voz alta la lista de comprobaciones e
hicimos todos los procedimientos del caso. Continuamos descendiendo y
aproximándonos.
Seguía cayendo una llovizna menuda,
persistente que empañaba los vidrios frontales. La pista se apreciaba mal, como
escasamente iluminada, excepto en un trecho que se destacaba por lo blanquecino
de su concreto recién vaciado para hacerla adecuada para aviones a reacción.
Nos acercábamos normalmente. Los brazos del “limpia- parabrisas” comenzaron a
moverse para despejar el agua adherida a los vidrios; los motores iban
reducidos, el tren de aterrizaje abajo y asegurado y las aletas extendidas
60%... la lluvia se hacía más densa
ahora. Arango pidió luces. Duque acciono dos interruptores que iluminaron los
fanales que estaban instalados en las alas del avión. U luz, difusa, se
proyectó sobre la pista húmeda y brillante como un espejo.
Y así, con tantos factores adversos,
seguimos aproximándonos en maniobra aparentemente normal pero en verdad muy
arriesgada aun para un piloto que no estuviera rendido por la fatiga. Se habían
conjugado casi todas las condiciones propicias para una ilusión óptica o para
un error de perspectiva: cansancio, mala visibilidad, los “limpia – parabrisas”
en movimiento, luz incidente sobre una
pista mojada y prolongada en dos matices.
A última hora el Ingeniero de Vuelo,
por su ubicación detrás de la silla del Copiloto, no alcanza a ver la pista,
pero yo la veía de reojo esta vez. Íbamos con la proa muy inclinada hacia
abajo?. Miré el inclinómetro instalado en mi tablero de instrumentos y pude
comprobar que, en efecto, así era. No me
gusto la cosa. Sin embargo, pensé que en cualquier momento Arango daría un
tirón a la columna de control, nivelaría y que nos deslizaríamos con suavidad
sobre el campo, en feliz aterrizaje.
De pronto, un terrible impacto!
Sacudidas violentas, confusión. El HK-177 quedó en tinieblas por un momento. De
repente una claridad exterior comenzó a rutilar como un halo de fuego. Y era
eso, precisamente! Nos habíamos estrellado y el avión estaba incendiado.
Estaba lesionado y aturdido. Sentí
sangre manar de mis narices con profusión. Cerré los ojos y esperé. Entonces
comprendí que íbamos de tumbo en tumbo, saltando el malogrado avión sobre su
lomo superior. Se había invertido.
Al abrir los ojos vi que el Capitán
Duque y el Copiloto Arango pendían de sus cinturones como grandes
murciélagos y que trataban de soltarse.
Mi silla se había roto por el pedestal. Al fin se detuvo la nave… o lo que
quedaba de ella. Traté de incorporarme, pero no pude. Dios Santo, me he roto la espina dorsal, pensé
aterrado! Al momento caí en la cuenta de que era que aún estaba asegurado por
el cinturón a la deshecha silla. Había sobre mi varios amplificadores que se
desprendieron del aparador de radio- comunicaciones. Oía el crujir de las
llamas. Los lamentos de los pasajeros se percibían en la cabina con dolorosa
fidelidad, a través de la puerta trabada. Esos alaridos siniestros y el crepitar del fuego se
mezclaban para dar vida a un corto plañidero, a una letanía desesperante.
Rápido, Arango,… rápido…!” Era la voz
angustiada, casi suplicante, del Capitán Duque, quien ayudaba su Copiloto a
salir por una ventanilla lateral de ventilación. Arango se había atascado y
Duque lo empujaba para despejar la vía. Apenas se libró Arango; el Capitán
introdujo su cabeza por el mismo agujero y…se trabo también. Las llamas lo
iluminaban de cerca ya, con apetito sádico: su muerte por incineración estaba
allí, como un hado ineluctable. Pude al fin levantarme y empujarlo hacia su
salvación. Lo oí caer al mar y alejarse raudo, en natural reacción. (La mitad
del avión había quedado en tierra; la otra mitad en agua, contra la orilla de
una pequeña ensenada que se había formado allí a aquel lado de la pista).
Miré hacia afuera y vi las aguas
convertidas en un manto de fuego, en una visión del mismo infierno que
describió Dante. Me horroricé! No podía pensar en una escapada por donde habían
salido mis dos compañeros por ser mucho más corpulento que ellos y porque,
además, no había quien me ayudara desde adentro. Había quedado solo, abandonado
a mi suerte, en aquella carlinga que ya no era más que estructura retorcida y
candente. Mi suerte parecía sellada. Iba a calcinarme! Necesitaba un milagro, y
recé con fe doliente, con frenético anhelo. Comprendí que requería gran
presencia de ánimo y cristiana resignación
para afrontar aquel duro trance. Pensé en mi familia y presentí su dolor
ante mi cadáver chamuscado y nauseabundo, acaso incognoscible.
Ahora, ante aquella realidad horrible,
comencé a razonar casi con frialdad. Los gemidos que venían de la cabina
principal iban decreciendo convirtiéndose en apagados estertores; había un olor
penetrante a carne asada. Comprendí que, como yo, los pasajeros estaban
atrapados. La puerta principal y los escapes de emergencia debían estar
atascados también, como la puerta que me dividía de ellos. Era preciso
salvarlos. Eran mi deseo y mi deber como tripulante. Pensé que la única
posibilidad para ellos- y para mí! – consistía en derribar la puerta divisoria
de las dos cabinas e irrumpir en el pasillo principal para forzar las
escotillas de emergencia o para romper aquellos vidrios dobles, de tremenda
resistencia. Busque la hacheta que teníamos abordo pero no la pude hallar en
aquella penumbra, posiblemente porque la inversión del avión me hizo perder la
composición de lugar, o por mi angustia. Traté entonces de derribar la puerta
con el peso de mi cuerpo. Cuando luchaba para forzar la manija de la cerradura,
sentí que alguien, del otro lado, intentaba abrirla también, acaso esperanzado
en que estaríamos haciendo todo lo posible para darles protección. Rompí una
pequeña rejilla instalada para el paso de aire entre las dos cabinas y – oh,
Dios mío!- vi aquella danza macabra que durante meses me quiso enloquecer: los
pasajeros saltaban incendiados como teas vivientes. Se estaban asando vivos!
Aquellos fue un verdadero holocausto, un espectáculo dantesco!.
Aun no comprendo como pude
sobreponerme a aquel trauma anímico en ese momento de tanta intensidad. Estuve
a punto de desmayarme y, aun ante mi propio terror, sentí que el corazón se me
desgarraba. Lloré ante mi impotencia.
El fuego había penetrado ya en mi
cabina. En un arranque de suprema voluntad y de desesperación me encamine hacia
la estrecha ventanilla por donde había salido Duque y Arango. Me asfixiaba. No
había alternativa. Metí la cabeza y empuje. Acaso ayudado por la Divina
Providencia, logre salir mientras las llamas me castigaban. Llevo una horrible
cicatriz en la mano izquierda y mi espalda está toda lacerada, pero estoy vivo.
Al alejarme de aquel horror,
contristado el espíritu y lleno todo de confusión alcé los ojos al cielo como
para implorar clemencia. Las nubes se abrían en ese momento. Una estrella muy
brillante se asomaba en el firmamento. Era como la nota de esperanza, como una
guía para aquellas almas que, acaso ya purificadas por el fuego, se escapaban
hacia la Eternidad desde aquella pira, mitad máquina y mitad gente.
Lejos encontré al Capitán Duque y al
Copiloto Arango, ilesos en sus cuerpos pero heridos de fondo en sus almas.
Duque me pregunto por los pasajeros. Con
voz entrecortada por el sufrimiento le informe que estaban allá, ardiendo. Solo
entonces se percató de que no habían logrado escapar y en ese instante aprecio
la magnitud de la tragedia. Lo vi sollozar con amargura inefable. Arango y yo
tuvimos que sujetarlo a viva fuerza para evitar que regresara al HK-177. Estoy
seguro de que se hubiera inmolado, y su sacrificio hubiera sido tan hermoso
como inútil.
Hoy, en este rato, quiero, a pesar de
su temeridad, rendirle mi tributo de
respeto a Jaime Duque Olarte por sus grandes cualidades humanas. Si procedió
con insistencia fue, seguramente, debido a circunstancias ajenas a su voluntad
y a su clara inteligencia.
Al amanecer, salió el sol sobre
Montego Bay. Una bandada de pájaros negros revoloteaba sobre los restos
humeantes. No eran gaviotas…
Este accidente, que he tratado de
relatar con veracidad y honesta intensión, dejó en mi alma heridas que nunca sanarán.
Me siento parcialmente culpable. Sí, culpa por cobardía. Si no hubiera temido
perder mi empleo, que de todas maneras perdimos todos, me hubiera negado a volar
aquella noche tenebrosa. Cuánto sufrimiento hubiera evitado! Que el
Señor nos perdone. La intención, yo lo sé, fue
buena!
Ojalá que esta narración sea leída
por muchos pilotos de aviación. Y personal aeronáutico.
Alfonso
R. Esparragoza G.
Barranquilla,
Febrero de 1961.
Compilado
y editado por
ALVARO
SEQUERA DUARTE
Instructor
de Aviación.
Mayo
del 2014.
Aviador y Abogado Aeronautico.
Un día o mejor, una noche húmedas
y oscura. La muerte de inspiró en la temeridad para asestarle a la Vida un
rudo golpe. Aquí leerás, amable lector, escueta y doliente, una historia
muy triste.
Con tímida emoción, con doloroso
respeto, la dedico a la memoria de los incinerados en el avión HK-177 de “Avianca”,
en Montego Bay…
|
FUEGO…!
El teléfono sonó insistentemente.
Atendí. Era la sección de Itinerarios de la “Avianca” para confirmar mi
asignación como Ingeniero de Vuelo para el día siguiente. Mis compañeros en la
carlinga, me dijeron, serían Capitán Jaime Duque Olarte y el Copiloto Humberto
Arango. Di las gracias, colgué y subí a acostarme.
Dormí bien aquella noche. Recuerdo que
amanecí eufórico. Baje hasta el garaje de mi casa, situada en un sector muy
agradable de Nueva York. Eché a andar el motor del automóvil y dejé el
calentador en funcionamiento. Fuí al comedor para desayunar en compañía de mi
esposa y de mis hijas, que se habían levantado para despedirme. Por la ventana,
húmeda por la evaporación, observé la calle, casi desierta a aquella hora. Los
árboles estaban desnudos, heridas sus ramas por la reciente helada; el
pavimento se veía cubierto con una fina escarcha que semejaba un gran sudario.
Aquel invierno era intenso, cruel; hacía un frío cortante que calaba los huesos
esa mañana del 20 de Enero de 1960.
Llegó la hora de partir. El carro estaba tibio,
acogedor. Coloqué mi maletín de viaje en la silla trasera, me persigné y
emprendí la marcha. Mientras conducía por la “Grand Central Parkway”,
divagué un poco: era una calamidad tener
que salir tan temprano en una mañana así. En fin… tocaba! A las nueve de la
noche estaría en Bogotá, donde el clima sería benigno, agradable… Aceleré. Tenía
que llegar al aeropuerto “Kennedy” dos horas antes de la señalada para el
despegue. Era ese inflexible reglamento! Miré hacia el horizonte: hermoso el
cielo azul profundo. Una opalescencia promisoria se insinuaba allá en lontananza,
por detrás de la empinada torre del
Empire State Building. Iba a ser, sin duda, uno de esos días paradójicos: mucho
sol y mucho frío. Y seguí avanzado por la solitaria carretera. La grama,
mustia, yerta, daba el paisaje un tinte de tristeza, una nota de agonía.
El Aeropuerto bullía como una colmena
human. Viajeros de diversas nacionalidades lucían sus indumentarias típicas.
Caminaban en todas direcciones. Unos hacían compras de última hora; otros
buscaban sus equipajes en tanto que los más andaban nerviosos, excitados,
acaso sin saber porque. Se escuchaban
conversaciones en muchos idiomas. Una pareja italiana, mandolinas al
hombro él, discutían y gesticulaban con
frenesí; un piloto inglés observaba con “mirada ausente” el andar glorioso de
una despampanante azafata española, una
de esas mujeres mezcla de árabe y andaluz seguramente; un comerciante, flaco y
de nariz aguileña muy característica, trataba afanosamente de vender sus
“finos” relojes… falsificados; una pareja de recién casados preguntaba a un
despachador por qué su vuelo estaba demorado… En fin, era un día como tantos
otros en el abigarrado terminal aéreo de Long Island.
En el Despacho Internacional me
entregaron una copia de nuestro plan de vuelo. Miré de paso el tablero de
control; llevaríamos cuarenta y un
pasajeros y almacenaríamos cinco mil galones
de gasolina. El mapa meteorológico pronosticaba un día claro, un cielo
límpido en toda la ruta. Seguí hacia el avión para iniciar mi trabajo de pre
vuelo: pruebas funcionales y comprobaciones exhaustivas de todos los sistemas.
Eran exactamente las nueve y media
cuando regresé para informar al Capitán
Duque que todo estaba en regla en nuestra aeronave. Podríamos salir a las diez
en punto.
“…Potencia máxima…”, ordenó el
Comandante. Avancé hasta el tope las cuatro palancas reguladoras de
combustible. Los motores rugieron, poderosos. Al instante el Super-Constellation HK-177, de “Avianca”
tembló como un monstruo sorprendido y barajusto en afanoso vértigo de
aceleración:…20 nudos… 40,…100,… 120,… El Capitán Duque, seguro y diestro, tiró
despacio de la columna de control… La pesada máquina, triunfante y grácil
ahora, levantó la nariz, se empinó y remontó vuelo. Todo iba a pedir de boca; temperaturas,
normales; revoluciones, 2900; voltios, 24; amperios, 380… El altímetro ganaba
ventaja; ahora estábamos a 500 pies; el velocímetro indicaba 140 nudos.
“…Ruedas arriba…”, fue la orden ahora.
Reduje gas. Los motores aminoraron sus ímpetus y los dinamómetros acusaron un
descenso de 10.000 a 7.600 caballos. Nos trepábamos raudos. Habíamos alcanzado
ya cuatro mil pies sobre el nivel del
mar. El puntero del velocímetro avanzaba con regularidad 155,… 160,… nudos Las
aletas también fueron retractadas.
“…Potencia media…!” gritó esta vez el
Capitán. El avión, aligerado ya de sus
impedimentas aerodinámicas, pareció saltar como un brioso Pegaso hacia el azul
del cielo, Nueva York, la metrópoli de los rascacielos atrevidos, la ciudad de
los mil y un afanes, quedaba atrás.
Y allá abajo, un mar displicente, casi sumiso, acariciaba
con desdén las playas ostentosas de la costa este de los Estados Unidos. A la
derecha, sobre el sur, la Estatua de la Libertad se alzaba majestuosa y parecía
agitar su antorcha como para desearnos feliz jornada; más allá, no muy lejos
podía distinguirse claramente una multitud que acaso observaba alborozada como
eran linchados unos negros… Pusimos régimen de ascenso y viramos suavemente
hacia un rumbo de 174 grados, en viaje que presagiaba feliz culminación…
Habíamos volado durante una hora y
cuarenta y siete minutos. El Copiloto Arango hacia una llamada radiofónica de
rutina:… “Torre de Norfolk,… Torre de Norlfok… este es el HK-177 de “Avianca”,
en vuelo 677…; volamos ahora sobre su estación, a 18.000 pies. Rumbo magnético,
175 grados…; sobrevolaremos Miami a las 14:03. Esperamos aterrizar en Montego
Bay a las 15:00… Gracias”. El zumbido de los motores difundía un hálito de letargo. Acababa de hacer una observación
de instrumentos. Todo era normal, rutinario. De pronto el avión comenzó a
temblar… Algo andaba mal! El Capitán Duque se afianzó en su silla y me miró
inquisitivo.
El dinamómetro del motor de la extrema
derecha oscilaba. Escudriñé la pantalla del detector electrónico de fallas. Las
sinuosidades eran normales. Esto indicaba que el motor estaba bueno. La
vibración era causada por la hélice o por su “gobernador”. Peligroso, muy
peligroso. Si aquella llegara a “desbocarse” podría desprenderse de su eje, lo
que causaría casi con seguridad un desastre. Informe al Capitán y pedí
autorización para reducir la potencia a un mínimo para reducir la potencia a un
mínimo en esa hélice mientras él tomaba una decisión: era urgente detener el
motor para evitar una tragedia. Duque, con mucha serenidad, tomó el micrófono pulso
el botón de VHF y estableció comunicación de emergencia:… “control de Norlfok;…
Este es el HK-177 de “Avianca”;… tenemos dificultades con la hélice número
cuatro;… vamos a detener el motor;… solicito permiso inmediato para descender a
10.000 pies… Me oyen?”. Y al instante:”…HK-177…Este es Norfolk;… recibido su
mensaje; autorizado descenso inmediato a 10.000 pies;… repetimos, 10.000 pies…
Estaremos pendientes;… los seguiremos con el radar… Manténganos
informados…Buena suerte, HK-177…”
El Capitán presionó sobre la columna.
La nave se inclinó. El altímetro comenzó a retroceder: 15.000 pies,…
13.000,…10.000. En atención a una orden perentoria, oprimí el botón de perfilamiento, cerré simultáneamente
las válvulas de gasolina e interrumpí el circuito de ignición. El motor dejó de
funcionar, la hélice detuvo su rotación y el HK-177 se serenó. El peligro había
sido conjurado!. Los otros tres motores funcionaban a la perfección, pero era
preciso aterrizar cuanto antes para reparar la avería.
La aeromoza Zarandona vino a la
carlinga a informase de qué ocurría.
Había visto la hélice en “paso de bandera”, que en jerga de aviadores quiere
decir que sus palas se orientan con el aire para reducir la resistencia aerodinámica. El Capitán la
informó brevemente y le pidió que mandara al Jefe de Cabineros Inocencio Parra.
A éste le ordenó que enterara a los
pasajeros de que debido a una avería
“sin importancia” aterrizaríamos en Miami; que estaríamos allí aproximadamente
una hora y media y que durante su estada en el aeropuerto serían invitados a
refrescos, por cortesía de “Avianca”. Poco después escuchamos la voz de
“Parrita”, serena y clara, que pasaba el mensaje por los altavoces. Nadie
hubiera adivinado que aquel era su último mensaje!.
Como el plan de vuelo estipulaba una
aerovía que pasaba sobre Miami, no hubo que alterar rumbo. Rectificamos
nuestras computaciones para ponernos a tono con la nueva configuración de la
nave. No sería necesario botar gasolina para alcanzar el límite de peso para el
aterrizaje. Bastaría con “enriquecer” las mezclas y, por tanto, consumir un
poco más. Así, con la nueva velocidad reducida a 164 nudos, llegaríamos sobre
Miami con un peso bruto de 107.000 libras, que era el máximo permisible.
Ahora volábamos sobre el mar, la costa de Florida muy cerca a
la derecha. Podíamos ver las olas estrellarse contra las playas y formar
pequeñas vertientes. No muy lejos se divisaba West Palm Beach, toda llena de
hoteles suntuosos y de palmeras exuberantes. En el horizonte remoto se
presentía ya Miami. Un pesquero navegaba a toda máquina rumbo al sur, casi con
seguridad hacia las costas colombianas a desposeernos imponentemente de
nuestra riqueza ictiológica.
La torre de control autorizo un
descenso largo, hasta cuatro mil pues. Preguntaron al Capitán Duque si deseaba
que tomaran alguna precaución adicional a las acostumbradas en estos casos.
Contesto que solamente las de rutina para aterrizajes en tres motores. Y
seguimos aproximándonos por el norte. Verificamos el peso: 107.000 libras, ni
más ni menos.
La torre ordenó otro descenso, a dos
mil pies esta vez. Autorizó la maniobra de aterrizaje. Desde lo alto pudimos
ver dos carros de bomberos que tomaban posición en la cabecera de la pista.
Seguimos acercándonos. Habíamos virado un poco y volábamos sobre el occidente
de la ciudad. El aeropuerto estaba allí, a poca distancia, un poco a la
izquierda.
El Capitán Duque accionó los
controles. El ala derecha se inclinó marcadamente. Nos orientábamos hacia la
pista con gran precisión. El tren y las aletas de aterrizaje estaban ya
extendidos, listos. Una última reducción de poder y un tirón suave de la
columna de control hicieron que el HK-177 se deslizara sobre la pista
magistralmente. El Capitán había hecho un gran trabajo. Los carros de bomberos
se alejaron.
Cuando examine, ya en la plataforma de
desembarque, la hélice dañada vi que estaba manando aceite de su “gobernador”.
Habría que cambiar ese componente. Eran las dos y cincuenta minutos de la
tarde. Nuestro avión era el único en la rampa. Los técnicos conceptuaron que el
trabajo no se podría efectuar allí y remolcaron, la aeronave hacia un hangar.
La traerían, ya reparada, a las 4:45 de la tarde. Se fijó la salida para
Montego Bay para las 5:00.
El Capitán Duque, el Copiloto Arango y
yo fuimos entonces a reunirnos Con los pasajeros en la refresquería. Eran
atendidos con mucha solicitud por nuestros carabineros y aeromoza. Al vernos
hubo elogios desmedidos, fruto de la
nerviosidad. Unos consideraban que habían estado en “grave peligro” y aclamaban
al piloto como a su salvador; otros, menos expresivos, aprobaban con amplia
sonrisa tales exageraciones. Todos se consideraban. Y era hasta explicable tal
actitud. Los pasajeros son impresionables: ante cualquier emergencia, por
pequeña que sea, reaccionan como si hubieran estado muy cerca de morir. La
verdad es que El Capitán Duque se sentía incómodo ante el papel de salvador. Los aterrizajes
con un motor inoperativo no revisten gran peligro. Además, los aviadores están
bien adiestrados para afrontarlos con éxito casi invariablemente.
Al filo de las cinco de la tare
supimos que habría una demora adicional. Poco después nos informaron que el
HK-177 estaría listo para volar a las nueve de la noche. Ya a esa hora era sin
duda muy tarde para reanudar el viaje. Estuve seguro de que nos mandarían a un
hotel a descansar hasta la mañana siguiente. No fue así. Nos ordenaron
permanecer en el aeropuerto y
notificaron al Copiloto y a mí que, de acuerdo con el Capitán, el representante
de “Avianca” había ordenado comida para todos en el “Salón Chino”. Estaría
lista a las siete de la noche y, como siempre, habría mesa especial para la
oficialidad. (Conviene aclarar que la “especialidad” consiste en que no se sirven cocteles ni bebidas que
contengan alcohol).
Eran las seis y media de la tarde. Una
oscuridad incipiente se difundía poco a poco. Era el advenimiento inexorable
del ocaso. Un sol rojizo y cansino capitulaba detrás de las palmeras. Las nubes
mostraban sus últimos arreboles. Bandadas de gaviotas se alejaban hacia el
poniente y un alcatraz solitario e indeciso revoloteaba sobre el aeropuerto. La
noche que nos esperaba iba a ser larga. Me sentí invadido por una sensación
rara, vaga. Por qué no aplazar el vuelo?. Pensé sugerirlo pero decidí esperar.
Acaso el Capitán Duque, hombre conocedor
de su responsabilidad, lo resolvería en momento oportuno. Era lo lógico, lo
indicado como simple normativo de seguridad.
Y es que tripular un avión grande,
multimotor, implica desgasta, físico y mental; significa consumo de energías.
Es labor agotadora. Muy al contrario de lo que muchos inexpertos creen, la
aviación comercial no es aventura ni trabajo de alegre ejecución. El aviador consiente
vive la jornada con dramática intensidad. Hay tanto que atender! Para mantener
la nave dentro de la ruta pre asignada es preciso hacer correcciones de rumbo y
de altitud frecuentemente. Los instrumentos modernos de navegación aérea son
tan sensibles que acusan hasta mínimas desviaciones de la “aerovía”. La
expectativa del piloto es permanente: vive en tensión en estado de alerta física y anímica. Espera lo
previsto y… lo imprevisto. Los vuelos “a ciegas” o cuando el tiempo es variable constituyen una pesadilla, un
constante otear un horizonte difuso, blanquecino y cansón. Hay intranquilidad.
Nunca se sabe que tan experto o consiente es el piloto de otro avión que
puede estar acercándose en sentido contrario. Un desliz en la ajustada
de un altímetro puede significar una colisión; una leve maniobra imprudente
para esquivar una nube puede ser fatal; una indicación errada e un radiofaro,
si no es advertida al instante, puede acarrear el desastre.
No hay descuido pequeño en aviación.
Volar como lo hacen tantos aficionados es fácil y… peligroso. Volar bien, en
cambio, es una Ciencia que presupone facultades de excepción: serenidad,
concentración y capacidad para tomar decisiones acertadas y rápidas, irreversibles casi siempre. El
buen piloto lo sabe así y, porque no se
confía. Sabe que el mejor aliado del accidente es la confianza. Toca al aviador
vivir la jornada con enervante intensidad.
El
hombre inteligente, de criterio sereno y analítico, impera sobre la máquina.
Por eso cuando una aeronave va comandada por un experto – mente lúcida y
músculos agiles – las fallas mecánicas, salvo en contadas ocasiones, son
relativamente fáciles de afrontar. Lo grave es el error humano que generalmente conlleva dolorosas ocurrencias.
Por lo menos un noventa y cinco por
ciento de accidentes aéreos son causados por exceso de confianza, por un
descuido “insignificante” o por una obstinación “inocente”. Sin duda tiene un
factor común, despiadado e
injustificable: falta de responsabilidad.
De ahí que ningún piloto debe exceder la
jornada ni desafiar las graves consecuencias de la fatiga. Hacerlo es, cuando
menos, temerario. Ni el más avezado comandante puede evitar la anulación parcial de sus facultades a causa del
cansancio; su percepción se torna incierta, su criterio se atrofia, sus reacciones se vuelven lentas
y equivocadas. Y entonces, dentro de la inminente lógica de las cosas mal hechas, el vuelo que él
comanda se convierte en un accidente en potencia, en una aventura a merced de
lo intempestivo.
Precisa admitir que el vuelo nuestro
comenzaba a enmarcar muy definidamente dentro de tal modalidad. Las horas de
espera en los aeropuertos son enervantes. Había razones para que estuviéramos
cansados; habíamos madrugado aquel día; habíamos volado cerca de cinco horas,
tres de ellas bajo la tensión de una avería mecánica, y llevábamos ya cinco
horas de expectativa en aquel aeropuerto, sometidos a la constante presión de
nuestros pasajeros.
Así
que no tuve duda. Lo acertado seria aplazar la reanudación del viaje para la
mañana siguiente. Era lo juicioso. Me
fui a buscar al Capitán para sugerírselo. Mi petición fue denegada de plano.
Había que llegar a Bogotá aquella madrugada, a cualquier precio; comenté
aquella decisión con el Copiloto Arango y supe entonces que él había también
fracasado en igual deseo. Quedaba una alternativa: negarnos a volar, pero eso
hubiera ocasionado un cargo de indisciplina y, a la postre, la cancelación de nuestro contrato
de trabajo. Conclusión: a volar!.
Ahora nos confirmaron que la comida
sería servida a las siete y media. Decidí aprovechar la hora que aún faltaba
para relajar mis nervios, que habían comenzado a crisparse. Traté de dormir en
la sala de tripulantes pero no logre conciliar el sueño. La iluminación allí
era demasiado brillante. Además entraron un piloto y una azafata de otra línea
aérea y comenzaron a cuchichear muy amorosos e impertinentes. Me levanté de la
butaca en que estaba recostado y, de mal humor, caminé hacia el pasillo
principal.
La noche se había venido encima.
Nuevamente intenté adormitarme pero el cerebro me traicionó, se me desbocó.
Pensaba y pensaba. Hice cuentas: si salíamos a las nueve de la noche, como
estaba decidido, llegaríamos a Bogotá casi al amanecer. Qué jornada! Pero era
inútil preocuparme por eso. Recordé entonces muchas incidencias acaecidas a lo
largo de mis doce años como Ingeniero de vuelo. Reconstruí con asombrosas
vividez los detalles de cómo estuve a punto de perecer en accidente aéreo meses
atrás. Hoy vuelvo a recordarlo: Eran las nueve de una gloriosa mañana de verano
en Bogotá. Estábamos en la cabina del HK-177 el Capitán Guerdon Brockson, el entonces Copiloto Diego Abdalah y
yo. Volaríamos a New York con escalas Barranquilla, Kingston y Miami. Todo
estaba listo. Pasamos revista de nuevo a la información esencial: pasajeros,
72; gasolina en depósitos, 2.500 galones; peso bruto, 109.000 libras;
temperaturas ambiente, 22 grados centígrados; visibilidad de despegue, ilimitada,;
tiempo en ruta, ligeramente nublado…
La Torre
de Control dio la orden de partida. El Capitán ordenó que pusiera en
marcha los motores. Una tras otra, las cuatro poderosas hélices comenzaron a
rotar. El Copiloto leyó la lista de comprobaciones: “Presiones y temperaturas,…
normales; aletas aerodinámicas,… 60%.; generadores,… 28 voltios; inversores,…
400 ciclos; V1,…100 nudos,… V2,… 111 nudos; mezclas,…
ricas…”
(Debo hacer aquí un paréntesis para
explicar a mis lectores no iniciados en aviación que V1 y V2,
son velocidades críticas que se consideran determinantes durante la maniobra de
decolaje de cualquier avión moderno. Son variables y se calculan en función del
peso bruto de la nave, de la longitud disponible de la pista y de la
temperatura ambiente. El Copiloto, ojo avizor
sobre el velocímetro, las grita a medida que se van alcanzando. La
primera fija el límite en que el piloto puede detener su aeronave en caso de
emergencia; la segunda determina que la suerte esta echada. Ya no se debe
abortar la maniobra. Cualquier apuro hay que afrontarlo en el aire. Detenerse
significaría una desgracia inevitable, una aparatosa estrellada en los confines
del aeropuerto. Y esas velocidades eran especialmente críticas aquel día tan cálido
en la inadecuada pista del Aeropuerto de Techo. Precisaba ser muy cuidadosos.
Toda precaución era poca, por si acaso…)
Corríamos sobre la pista. Habíamos
superado ya V1. El indicador de velocidad ganaba ventaja:… 107
nudos,… 108,… 111. Acabábamos de rebasar
V2 cuando sonó el timbre de alarma. En el tablero de emergencia se
encendió una luz roja, el motor número dos estaba ardiendo! Notifique al
Capitán la identidad de la falla. Sin apartar la vista de enfrente, me ordeno
no tomar acción. Y es que era preciso aprovechar hasta el último gramo de
potencia para lograr elevarnos en aquella corta pista que se acababa
rápidamente. Brockson, viejo veterano, hizo presión sobre la columna de
control. El avión vaciló, empino la trompa y, finalmente, remontó vuelo.
La campana seguía repiqueteando
estridente, asustadora. El Capitán pidió retracción inmediata de tren de
aterrizaje y de aletas aerodinámicas. Ganamos altura hasta 300 pies sobre el
nivel del terreno. Recibí orden de
detener el motor y combatir el fuego. Corte la alimentación de
combustible y la ignición y perfile la
hélice; seleccione la manija del extinguidor de incendios y tire violentamente
del disparador. La campana ceso de sonar. El fuego se había extinguido… pero el
velocímetro comenzó a retroceder: 140 nudos,… 120,… 100,… 90! Perdíamos
sustentación. El HK-177 se iba a desplomar…! El Capitán apeló al único recurso
posible: bajo la nariz de la nave y apunto hacia el suelo. Perdimos cien pies sin ganar velocidad apreciable. La
tierra se acercaba… Un tirón de la columna de control y enderezamos. La aguja
del velocímetro continuaba en 90. Una torre con un enorme tanque nos esperaba
enfrente, a poca distancia. Íbamos a estrellarnos! Intentar un viraje forzado
era un suicidio: a esa escasa velocidad las alas perderían toda sustentación y
caeríamos a plomo sobre y sector poblado,… con 2.500 galones de
gasolina de alto octanaje!.
En aquel fugaz momento comprendimos toda la gravedad de la
situación. Entonces el Capitán Brockson aventuro un levísimo movimiento de la
cabrilla. El ala derecha se elevó centímetros y paso sobre el tanque, casi
rozándolo. Iniciamos un viraje lento, critico, peligrosos a aras de los techos. El avión temblaba,
señal de que iba a entrar en “pérdida”, de que se iba a caer, pero la pista estaba ya allí enfrente, cercana,
acogedora, y acaso en el momento
crucial, cuando ya la Muerte estiraba su garra, rebotaron las llantas sobre el
asfalto. EL noble HK-177 se había salvado… y con él, nosotros. Fue un milagro.
Técnicamente no se concibe una sustentación a 90 nudos sobre Bogotá. La vida de
todos pendió de un débil hilo. Acaso las oraciones…
Siete y media de la noche. Llegaron el
cabinero Inocencio Parra y la azafata Paloma Riaño a informarme que el Capitán
Duque y el Copiloto Arango me esperaban. Camine hacia el comedor. Al atravesar
el pasillo lateral divisé desde lo alto el impresionante paisaje de Miami
nocturno. Preciso contraste de oscuridad y reflejos multicolores.
El ambiente y la decoración eran
atractivos en aquel comedor: farolitos chinos pendían de las paredes y de los
techos. Había un incentivo acogedor, un exotismo oriental. Sobre las mesas
lucía su distinción la champaña, servida de burbujeantes copas de fino cristal;
de los pequeños y gráciles floreros de plata se levantaban amapola y claveles
rojos, y de aquellos tersos manteles de níveo lino aparecían emerger como por suerte de magia las
lamparitas de aceite cuya luz vivaracha y tenue dibujaba sombras caprichosas y
móviles sobre las flores.
Los pasajeros estaban alegres, no cabía
duda. El abogado Pájaro recitaba en voz baja para un auditorio que lo escuchaba con deleite: El
torero Chicuelo II y su cuadrilla, allá
en otra mesa, hacían caso omiso de la champaña y bebían de una “bota” española;
el señor Capehart y su señora brindaban
el uno para el otro con encantadora coquetería. Todo allí era euforia. Ni el
más leve presentimiento de que, para casi todos, aquel convite era el último!
Nuestra mesa, en cambio, estaba triste.
Reinaba allí cierta lasitud, un desgano
asfixiante. Arango de temperamento
jovial y jacarandoso, ensayó un chiste que pasó ignorado, hice un comentario
picaresco, que fracasó rotundamente. Para romper aquel hielo, aquella
indiferencia, señale una de las lucecitas de aceite y dije: “Parecen lámparas
votivas. Me gustaría tener una así en mi
casa”. Silencio. El Capitán Duque, fijo
una mirada intensa en una de ellas y contestó: “A mí me parecen veladoras de
difuntos”. Y volvió a sumirse nuestra mesa en un mutismo sepulcral… (Qué visión
aquella de Jaime Duque, Dios mío! Qué anticipo macabro a los designios inescrutables!).
A las nueve menos diez minutos se dio la
orden de pasar a bordo. Poco después enfilamos hacia la pista. Muy cerca de la
cabecera nos estuvimos para las pruebas de rigor. Comprobé los motores uno y
cuatro e hice una observación de instrumentos. Perfectos. Ahora tocaba el turno al dos y al tres. Avance lentamente las
palancas reguladoras de poder: las revoluciones subieron parejas a dos mil cien
y la presión de múltiple se estabilizó en treinta pulgadas de mercurio. Me
disponía a probar las hélices, generadores y magnetos cuando el motor número dos sufrió una pérdida repentina
de fuerza. Las revoluciones se bajaron a 1.900 y el indicador de consumo
comenzó a oscilar. Teníamos problemas otra vez! El analizador electrónico de
fallas fue certero ahora: un distribuidor se había roto. El Capitán, con sano
criterio, decidió que no podíamos salir
así y avisó a la torre de control que regresábamos debido a falla mecánica. A
las nueve y veintidós minutos estábamos desembarcando pasajeros de nuevo. Uno
de ellos decidió enfadarse y cambiar de
línea aérea porque esos aviones “no servían”. Y se fue con maleta y
todo.
El distribuidor estaría reparado y el
avión listo a media noche. Consideramos Arango y yo como obvio e indiscutible
que el vuelo quedaba aplazado
automáticamente, pero la decisión del Capitán Duque nos fue ratificada:
saldríamos tan pronto como el HK-177 nos fuera entregado. Arango y yo tratamos de protestar pero fue inútil.
Ordenes son órdenes. Duque alego que había sido amonestado en ocasión anterior por el Vicepresidente Técnico por haber
pospuesto un vuelo muy similar. Tenía una carta que podía exhibir al instante,
nos dijo. Pese a tan poderosa razón, no quedamos convencidos. Estábamos
realmente cansados.
A las doce y dos minutos partimos. El
pronóstico meteorológico era dudoso. Habíamos almacenado gasolina extra por si
nos tocaba sobrevolar Jamaica y seguir hasta Barranquilla. En la cabecera de la
pista, como la vez anterior, probamos los sistemas y los motores, que sonaron
poderosos y sanos esta ocasión. El Capitán ordeno Arango que tomara los
controles hasta Montego Bay. Este me miro
resignado y obedeció aquella
orden llena de temeridad.
Comenzamos a correr sobre la pista.
Aumento la velocidad y la tierra empezó a quedar abajo. Y así con una
tripulación incapacitada por la fatiga, “despego” el HK-177 de “Avianca” en
etapa lógica hacia la muerte. Cuarenta y un pasajeros, inocentes y confiados,
tenían su destino definido!
La visibilidad no era la mejor,
Hicimos un “tráfico” largo sobre Miami mientras ganábamos altura. Ajustamos
rumbo sur de 177 grados y regulamos el régimen de poder al valor indicado por
las cartas. Entonces el Capitán Duque pensó que los pasajeros debían estar muy
cansados por lo larga de la jornada y ordeno
apagar las luces principales de la cabina para que pudieran dormir durante dos horas.
Avanzábamos en la oquedad de la noche.
El aire afuera se adivinaba húmedo y
frio. El horizonte era incierto y convulsionado: allá, contra la bóveda
infinita, fulguraciones de tormenta destellaban como una prevención del cielo…
El HK-177 se deslizaba hacia su destino con precisión matemática. Entre tanto,
la parcas, trío inmisericorde, preparaban su festín macabro!
Atravesamos una capa de nueves de
mediana compacidad. Comenzó a lloviznar. Me dedique a las labores de rutina. El
correspondía durante el crucero, calcular entre otras cosas los consumos y
llevar una estadística minuciosa del combustible en cada tanque. Esto es muy importante porque es preciso consumir
gasolina en un orden determinado por la resistencia estructural de la nave. Así
se evita someter las alas a esfuerzos cortantes excesivos durante operación
en tiempo movido y, además, se mantienen un cierto
límite de centro de gravedad para que el avión no tienda a escorarse hacia
babor o estribor. Esto implica computaciones laboriosas cada hora o siempre que
se hace un reajuste de potencia debido a variaciones de temperatura ambiente o
de densidad atmosférica. Recuerdo que tuve que hacer un gran esfuerzo para concentrarme y
poder trabajar. El computador parecía deslizarse sistemáticamente de entre mis manos. Estaba rendido,
sinceramente imposibilitado.
Resultaba alarmante sentir en carne
propia los estragos del cansancio. La fatiga había mermado mis facultades
básicas de manera evidente. Fui víctima de una ilusión óptica: los instrumentos
parecían mofarse de mí. Se opacaban, se abrillantaban, se alejaban, se me
venían encima. Cómo librarme de aquello?. Llamé a la aeromoza Zarandona y la
pedí un vaso con agua bien helada – acaso el último que dio en su vida! – y me
lavé la cara. Reaccioné. Todo se estabilizó a mí alrededor. Consideré que los
pilotos debían estar en las mismas
condiciones en que estuve poco antes e iba a insinuarles que también se lavaran
la cara, pero ya era tarde. En ese preciso momento el Capitán Duque nos ordenó
iniciar la maniobra de aterrizaje. Montego Bay estaba a la vista. Eran las dos
y diez y seis minutos de aquella dolorosa madrugada del veintiuno de Enero de
1960.
Arango se ajustó el cinturón de
seguridad. Llevó su mano izquierda a los aceleradores y los retrasó un poco. El
HK-177 comenzó a descender dentro de un patrón asignado desde tierra. Pasó
sobre la estación a 6.000 pies y se
dirigió hacia el mar para describir un gran semicírculo y orientarse con la
pista indicada. El Capitán leyó en voz alta la lista de comprobaciones e
hicimos todos los procedimientos del caso. Continuamos descendiendo y
aproximándonos.
Seguía cayendo una llovizna menuda,
persistente que empañaba los vidrios frontales. La pista se apreciaba mal, como
escasamente iluminada, excepto en un trecho que se destacaba por lo blanquecino
de su concreto recién vaciado para hacerla adecuada para aviones a reacción.
Nos acercábamos normalmente. Los brazos del “limpia- parabrisas” comenzaron a
moverse para despejar el agua adherida a los vidrios; los motores iban
reducidos, el tren de aterrizaje abajo y asegurado y las aletas extendidas
60%... la lluvia se hacía más densa
ahora. Arango pidió luces. Duque acciono dos interruptores que iluminaron los
fanales que estaban instalados en las alas del avión. U luz, difusa, se
proyectó sobre la pista húmeda y brillante como un espejo.
Y así, con tantos factores adversos,
seguimos aproximándonos en maniobra aparentemente normal pero en verdad muy
arriesgada aun para un piloto que no estuviera rendido por la fatiga. Se habían
conjugado casi todas las condiciones propicias para una ilusión óptica o para
un error de perspectiva: cansancio, mala visibilidad, los “limpia – parabrisas”
en movimiento, luz incidente sobre una
pista mojada y prolongada en dos matices.
A última hora el Ingeniero de Vuelo,
por su ubicación detrás de la silla del Copiloto, no alcanza a ver la pista,
pero yo la veía de reojo esta vez. Íbamos con la proa muy inclinada hacia
abajo?. Miré el inclinómetro instalado en mi tablero de instrumentos y pude
comprobar que, en efecto, así era. No me
gusto la cosa. Sin embargo, pensé que en cualquier momento Arango daría un
tirón a la columna de control, nivelaría y que nos deslizaríamos con suavidad
sobre el campo, en feliz aterrizaje.
De pronto, un terrible impacto!
Sacudidas violentas, confusión. El HK-177 quedó en tinieblas por un momento. De
repente una claridad exterior comenzó a rutilar como un halo de fuego. Y era
eso, precisamente! Nos habíamos estrellado y el avión estaba incendiado.
Estaba lesionado y aturdido. Sentí
sangre manar de mis narices con profusión. Cerré los ojos y esperé. Entonces
comprendí que íbamos de tumbo en tumbo, saltando el malogrado avión sobre su
lomo superior. Se había invertido.
Al abrir los ojos vi que el Capitán
Duque y el Copiloto Arango pendían de sus cinturones como grandes
murciélagos y que trataban de soltarse.
Mi silla se había roto por el pedestal. Al fin se detuvo la nave… o lo que
quedaba de ella. Traté de incorporarme, pero no pude. Dios Santo, me he roto la espina dorsal, pensé
aterrado! Al momento caí en la cuenta de que era que aún estaba asegurado por
el cinturón a la deshecha silla. Había sobre mi varios amplificadores que se
desprendieron del aparador de radio- comunicaciones. Oía el crujir de las
llamas. Los lamentos de los pasajeros se percibían en la cabina con dolorosa
fidelidad, a través de la puerta trabada. Esos alaridos siniestros y el crepitar del fuego se
mezclaban para dar vida a un corto plañidero, a una letanía desesperante.
Rápido, Arango,… rápido…!” Era la voz
angustiada, casi suplicante, del Capitán Duque, quien ayudaba su Copiloto a
salir por una ventanilla lateral de ventilación. Arango se había atascado y
Duque lo empujaba para despejar la vía. Apenas se libró Arango; el Capitán
introdujo su cabeza por el mismo agujero y…se trabo también. Las llamas lo
iluminaban de cerca ya, con apetito sádico: su muerte por incineración estaba
allí, como un hado ineluctable. Pude al fin levantarme y empujarlo hacia su
salvación. Lo oí caer al mar y alejarse raudo, en natural reacción. (La mitad
del avión había quedado en tierra; la otra mitad en agua, contra la orilla de
una pequeña ensenada que se había formado allí a aquel lado de la pista).
Miré hacia afuera y vi las aguas
convertidas en un manto de fuego, en una visión del mismo infierno que
describió Dante. Me horroricé! No podía pensar en una escapada por donde habían
salido mis dos compañeros por ser mucho más corpulento que ellos y porque,
además, no había quien me ayudara desde adentro. Había quedado solo, abandonado
a mi suerte, en aquella carlinga que ya no era más que estructura retorcida y
candente. Mi suerte parecía sellada. Iba a calcinarme! Necesitaba un milagro, y
recé con fe doliente, con frenético anhelo. Comprendí que requería gran
presencia de ánimo y cristiana resignación
para afrontar aquel duro trance. Pensé en mi familia y presentí su dolor
ante mi cadáver chamuscado y nauseabundo, acaso incognoscible.
Ahora, ante aquella realidad horrible,
comencé a razonar casi con frialdad. Los gemidos que venían de la cabina
principal iban decreciendo convirtiéndose en apagados estertores; había un olor
penetrante a carne asada. Comprendí que, como yo, los pasajeros estaban
atrapados. La puerta principal y los escapes de emergencia debían estar
atascados también, como la puerta que me dividía de ellos. Era preciso
salvarlos. Eran mi deseo y mi deber como tripulante. Pensé que la única
posibilidad para ellos- y para mí! – consistía en derribar la puerta divisoria
de las dos cabinas e irrumpir en el pasillo principal para forzar las
escotillas de emergencia o para romper aquellos vidrios dobles, de tremenda
resistencia. Busque la hacheta que teníamos abordo pero no la pude hallar en
aquella penumbra, posiblemente porque la inversión del avión me hizo perder la
composición de lugar, o por mi angustia. Traté entonces de derribar la puerta
con el peso de mi cuerpo. Cuando luchaba para forzar la manija de la cerradura,
sentí que alguien, del otro lado, intentaba abrirla también, acaso esperanzado
en que estaríamos haciendo todo lo posible para darles protección. Rompí una
pequeña rejilla instalada para el paso de aire entre las dos cabinas y – oh,
Dios mío!- vi aquella danza macabra que durante meses me quiso enloquecer: los
pasajeros saltaban incendiados como teas vivientes. Se estaban asando vivos!
Aquellos fue un verdadero holocausto, un espectáculo dantesco!.
Aun no comprendo como pude
sobreponerme a aquel trauma anímico en ese momento de tanta intensidad. Estuve
a punto de desmayarme y, aun ante mi propio terror, sentí que el corazón se me
desgarraba. Lloré ante mi impotencia.
El fuego había penetrado ya en mi
cabina. En un arranque de suprema voluntad y de desesperación me encamine hacia
la estrecha ventanilla por donde había salido Duque y Arango. Me asfixiaba. No
había alternativa. Metí la cabeza y empuje. Acaso ayudado por la Divina
Providencia, logre salir mientras las llamas me castigaban. Llevo una horrible
cicatriz en la mano izquierda y mi espalda está toda lacerada, pero estoy vivo.
Al alejarme de aquel horror,
contristado el espíritu y lleno todo de confusión alcé los ojos al cielo como
para implorar clemencia. Las nubes se abrían en ese momento. Una estrella muy
brillante se asomaba en el firmamento. Era como la nota de esperanza, como una
guía para aquellas almas que, acaso ya purificadas por el fuego, se escapaban
hacia la Eternidad desde aquella pira, mitad máquina y mitad gente.
Lejos encontré al Capitán Duque y al
Copiloto Arango, ilesos en sus cuerpos pero heridos de fondo en sus almas.
Duque me pregunto por los pasajeros. Con
voz entrecortada por el sufrimiento le informe que estaban allá, ardiendo. Solo
entonces se percató de que no habían logrado escapar y en ese instante aprecio
la magnitud de la tragedia. Lo vi sollozar con amargura inefable. Arango y yo
tuvimos que sujetarlo a viva fuerza para evitar que regresara al HK-177. Estoy
seguro de que se hubiera inmolado, y su sacrificio hubiera sido tan hermoso
como inútil.
Hoy, en este rato, quiero, a pesar de
su temeridad, rendirle mi tributo de
respeto a Jaime Duque Olarte por sus grandes cualidades humanas. Si procedió
con insistencia fue, seguramente, debido a circunstancias ajenas a su voluntad
y a su clara inteligencia.
Al amanecer, salió el sol sobre
Montego Bay. Una bandada de pájaros negros revoloteaba sobre los restos
humeantes. No eran gaviotas…
Este accidente, que he tratado de
relatar con veracidad y honesta intensión, dejó en mi alma heridas que nunca sanarán.
Me siento parcialmente culpable. Sí, culpa por cobardía. Si no hubiera temido
perder mi empleo, que de todas maneras perdimos todos, me hubiera negado a volar
aquella noche tenebrosa. Cuánto sufrimiento hubiera evitado! Que el
Señor nos perdone. La intención, yo lo sé, fue
buena!
Ojalá que esta narración sea leída
por muchos pilotos de aviación. Y personal aeronáutico.
Alfonso
R. Esparragoza G.
Barranquilla,
Febrero de 1961.
Compilado
y editado por
ALVARO
SEQUERA DUARTE
Instructor
de Aviación.
Mayo
del 2014.
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