miércoles, 31 de octubre de 2018

viernes, 18 de noviembre de 2016

FUEGO ABORDO DE UN SÚPER CONSTELLATION L'1049 DE AVIANCA

CAPITULO I DE “SANGRE Y CIELO”

HE querido hacerle un homenaje a mi colega , amigo e instructor de vuelo Alfonso Esparragoza, quien en la década del 60-70 me chequeo en DC6, luego en Lockheed Electra L'188, luego en Boeing 720 y finalmente en Boeing 707-320 CQ, pues creo que años mas tarde compro tiquete sin regreso al infinito. El me obsequio este escrito y yo solo lo he compilado y lo estampo en mi Blog Aeronautico, como un recuerdo de Alfonsito.

ALVARO SEQUERA DUARTE


CAPITULO I DE “SANGRE Y CIELO”
Un día o mejor, una noche húmedas y oscura. La muerte de inspiró en la temeridad para asestarle a la Vida un rudo golpe. Aquí leerás, amable lector, escueta y doliente, una historia muy triste.
Con tímida emoción, con doloroso respeto, la dedico a la memoria de los incinerados en el avión HK-177 de “Avianca”, en Montego Bay…
 
 FUEGO…!

El teléfono sonó insistentemente. Atendí. Era la sección de Itinerarios de la “Avianca” para confirmar mi asignación como Ingeniero de Vuelo para el día siguiente. Mis compañeros en la carlinga, me dijeron, serían Capitán Jaime Duque Olarte y el Copiloto Humberto Arango. Di las gracias, colgué y subí a acostarme.

Dormí bien aquella noche. Recuerdo que amanecí eufórico. Baje hasta el garaje de mi casa, situada en un sector muy agradable de Nueva York. Eché a andar el motor del automóvil y dejé el calentador en funcionamiento. Fuí al comedor para desayunar en compañía de mi esposa y de mis hijas, que se habían levantado para despedirme. Por la ventana, húmeda por la evaporación, observé la calle, casi desierta a aquella hora. Los árboles estaban desnudos, heridas sus ramas por la reciente helada; el pavimento se veía cubierto con una fina escarcha que semejaba un gran sudario. Aquel invierno era intenso, cruel; hacía un frío cortante que calaba los huesos esa mañana del 20 de Enero de 1960.

Llegó la  hora de partir. El carro  estaba tibio,  acogedor. Coloqué mi maletín de viaje en la silla trasera, me persigné y emprendí la marcha. Mientras conducía por la “Grand Central Parkway”, divagué  un poco: era una calamidad tener que salir tan temprano en una mañana así. En fin… tocaba! A las nueve de la noche estaría en Bogotá, donde el clima sería benigno, agradable… Aceleré. Tenía que llegar al aeropuerto “Kennedy” dos horas antes de la señalada para el despegue. Era ese inflexible reglamento! Miré hacia el horizonte: hermoso el cielo azul profundo. Una opalescencia promisoria se insinuaba allá en lontananza, por detrás de  la empinada torre del Empire State Building. Iba a ser, sin duda, uno de esos días paradójicos: mucho sol y mucho frío. Y seguí avanzado por la solitaria carretera. La grama, mustia, yerta, daba el paisaje un tinte de tristeza, una nota de agonía.

El Aeropuerto bullía como una colmena human. Viajeros de diversas nacionalidades lucían sus indumentarias típicas. Caminaban en todas direcciones. Unos hacían compras de última hora; otros buscaban  sus equipajes en tanto  que los más andaban nerviosos, excitados, acaso sin saber porque. Se escuchaban  conversaciones en muchos idiomas. Una pareja italiana, mandolinas al hombro  él, discutían y gesticulaban con frenesí; un piloto inglés observaba con “mirada ausente” el andar glorioso de una despampanante  azafata española, una de esas mujeres mezcla de árabe y andaluz seguramente; un comerciante, flaco y de nariz aguileña muy característica, trataba afanosamente de vender sus “finos” relojes… falsificados; una pareja de recién casados preguntaba a un despachador por qué su vuelo estaba demorado… En fin, era un día como tantos otros en el abigarrado terminal aéreo de Long Island.

En el Despacho Internacional me entregaron una copia de nuestro plan de vuelo. Miré de paso el tablero de control; llevaríamos  cuarenta y un pasajeros y almacenaríamos cinco mil galones  de gasolina. El mapa meteorológico pronosticaba un día claro, un cielo límpido en toda la ruta. Seguí hacia el avión para iniciar mi trabajo de pre vuelo: pruebas funcionales y comprobaciones exhaustivas de todos los sistemas. Eran  exactamente las nueve y media cuando regresé  para informar al Capitán Duque que todo estaba en regla en nuestra aeronave. Podríamos salir a las diez en punto.

“…Potencia máxima…”, ordenó el Comandante. Avancé hasta el tope las cuatro palancas reguladoras de combustible. Los motores rugieron, poderosos. Al instante  el Super-Constellation HK-177, de “Avianca” tembló como un monstruo sorprendido y barajusto en afanoso vértigo de aceleración:…20 nudos… 40,…100,… 120,… El Capitán Duque, seguro y diestro, tiró despacio de la columna de control… La pesada máquina, triunfante y grácil ahora, levantó la nariz, se empinó y remontó vuelo. Todo iba a pedir de boca; temperaturas, normales; revoluciones, 2900; voltios, 24; amperios, 380… El altímetro ganaba ventaja; ahora estábamos a 500 pies; el velocímetro indicaba 140 nudos.


“…Ruedas arriba…”, fue la orden ahora. Reduje gas. Los motores aminoraron sus ímpetus y los dinamómetros acusaron un descenso de 10.000 a 7.600 caballos. Nos trepábamos raudos. Habíamos alcanzado ya cuatro mil  pies sobre el nivel del mar. El puntero del velocímetro avanzaba con regularidad 155,… 160,… nudos Las aletas también fueron retractadas.


“…Potencia media…!” gritó esta vez el Capitán. El avión, aligerado  ya de sus impedimentas aerodinámicas, pareció saltar como un brioso Pegaso hacia el azul del cielo, Nueva York, la metrópoli de los rascacielos atrevidos, la ciudad de los mil y un afanes, quedaba atrás.

Y allá abajo,  un mar displicente, casi sumiso, acariciaba con desdén las playas ostentosas de la costa este de los Estados Unidos. A la derecha, sobre el sur, la Estatua de la Libertad se alzaba majestuosa y parecía agitar su antorcha como para desearnos feliz jornada; más allá, no muy lejos podía distinguirse claramente una multitud que acaso observaba alborozada como eran linchados unos negros… Pusimos régimen de ascenso y viramos suavemente hacia un rumbo de 174 grados, en viaje que presagiaba feliz culminación…
  

Habíamos volado durante una hora y cuarenta y siete minutos. El Copiloto Arango hacia una llamada radiofónica de rutina:… “Torre de Norfolk,… Torre de Norlfok… este es el HK-177 de “Avianca”, en vuelo 677…; volamos ahora sobre su estación, a 18.000 pies. Rumbo magnético, 175 grados…; sobrevolaremos Miami a las 14:03. Esperamos aterrizar en Montego Bay a las 15:00… Gracias”. El zumbido de los motores difundía un hálito  de letargo. Acababa de hacer una observación de instrumentos. Todo era normal, rutinario. De pronto el avión comenzó a temblar… Algo andaba mal! El Capitán Duque se afianzó en su silla y me miró inquisitivo.

El dinamómetro del motor de la extrema derecha oscilaba. Escudriñé la pantalla del detector electrónico de fallas. Las sinuosidades eran normales. Esto indicaba que el motor estaba bueno. La vibración era causada por la hélice o por su “gobernador”. Peligroso, muy peligroso. Si aquella llegara a “desbocarse” podría desprenderse de su eje, lo que causaría casi con seguridad un desastre. Informe al Capitán y pedí autorización para reducir la potencia a un mínimo para reducir la potencia a un mínimo en esa hélice mientras él tomaba una decisión: era urgente detener el motor para evitar una tragedia. Duque, con mucha serenidad, tomó el micrófono pulso el botón de VHF y estableció comunicación de emergencia:… “control de Norlfok;… Este es el HK-177 de “Avianca”;… tenemos dificultades con la hélice número cuatro;… vamos a detener el motor;… solicito permiso inmediato para descender a 10.000 pies… Me oyen?”. Y al instante:”…HK-177…Este es Norfolk;… recibido su mensaje; autorizado descenso inmediato a 10.000 pies;… repetimos, 10.000 pies… Estaremos pendientes;… los seguiremos con el radar… Manténganos informados…Buena suerte, HK-177…”

El Capitán presionó sobre la columna. La nave se inclinó. El altímetro comenzó a retroceder: 15.000 pies,… 13.000,…10.000. En atención a una orden perentoria, oprimí el  botón de perfilamiento, cerré simultáneamente las válvulas de gasolina e interrumpí el circuito de ignición. El motor dejó de funcionar, la hélice detuvo su rotación y el HK-177 se serenó. El peligro había sido conjurado!. Los otros tres motores funcionaban a la perfección, pero era preciso aterrizar cuanto antes para reparar la avería.

La aeromoza Zarandona vino a la carlinga a informase de qué  ocurría. Había visto la hélice en “paso de bandera”, que en jerga de aviadores quiere decir que sus palas se orientan con el aire para reducir  la resistencia aerodinámica. El Capitán la informó brevemente y le pidió que mandara al Jefe de Cabineros Inocencio Parra. A éste le  ordenó que enterara a los pasajeros de que debido  a una avería “sin importancia” aterrizaríamos en Miami; que estaríamos allí aproximadamente una hora y media y que durante su estada en el aeropuerto serían invitados a refrescos, por cortesía de “Avianca”. Poco después escuchamos la voz de “Parrita”, serena y clara, que pasaba el mensaje por los altavoces. Nadie hubiera adivinado que aquel era su último mensaje!.

Como el plan de vuelo estipulaba una aerovía que pasaba sobre Miami, no hubo que alterar rumbo. Rectificamos nuestras computaciones para ponernos a tono con la nueva configuración de la nave. No sería necesario botar gasolina para alcanzar el límite de peso para el aterrizaje. Bastaría con “enriquecer” las mezclas y, por tanto, consumir un poco más. Así, con la nueva velocidad reducida a 164 nudos, llegaríamos sobre Miami con un peso bruto de 107.000 libras, que era el máximo permisible.

Ahora volábamos  sobre el mar, la costa de Florida muy cerca a la derecha. Podíamos ver las olas estrellarse contra las playas y formar pequeñas vertientes. No muy lejos se divisaba West Palm Beach, toda llena de hoteles suntuosos y de palmeras exuberantes. En el horizonte remoto se presentía ya Miami. Un pesquero navegaba a toda máquina rumbo al sur, casi con seguridad hacia  las costas  colombianas a desposeernos imponentemente de nuestra riqueza ictiológica.

La torre de control autorizo un descenso largo, hasta cuatro mil pues. Preguntaron al Capitán Duque si deseaba que tomaran alguna precaución adicional a las acostumbradas en estos casos. Contesto que solamente las de rutina para aterrizajes en tres motores. Y seguimos aproximándonos por el norte. Verificamos el peso: 107.000 libras, ni más  ni menos.

La torre ordenó otro descenso, a dos mil pies esta vez. Autorizó la maniobra de aterrizaje. Desde lo alto pudimos ver dos carros de bomberos que tomaban posición en la cabecera de la pista. Seguimos acercándonos. Habíamos virado un poco y volábamos sobre el occidente de la ciudad. El aeropuerto estaba allí, a poca distancia, un poco a la izquierda.

El Capitán Duque accionó los controles. El ala derecha se inclinó marcadamente. Nos orientábamos hacia la pista con gran precisión. El tren y las aletas de aterrizaje estaban ya extendidos, listos. Una última reducción de poder y un tirón suave de la columna de control hicieron que el HK-177 se deslizara sobre la pista magistralmente. El Capitán había hecho un gran trabajo. Los carros de bomberos se alejaron.

Cuando examine, ya en la plataforma de desembarque, la hélice dañada vi que estaba manando aceite de su “gobernador”. Habría que cambiar ese componente. Eran las dos y cincuenta minutos de la tarde. Nuestro avión era el único en la rampa. Los técnicos conceptuaron que el trabajo no se podría efectuar allí y remolcaron, la aeronave hacia un hangar. La traerían, ya reparada, a las 4:45 de la tarde. Se fijó la salida para Montego Bay para las 5:00.


El Capitán Duque, el Copiloto Arango y yo fuimos entonces a reunirnos Con los pasajeros en la refresquería. Eran atendidos con mucha solicitud por nuestros carabineros y aeromoza. Al vernos hubo elogios  desmedidos, fruto de la nerviosidad. Unos consideraban que habían estado en “grave peligro” y aclamaban al piloto como a su salvador; otros, menos expresivos, aprobaban con amplia sonrisa tales exageraciones. Todos se consideraban. Y era hasta explicable tal actitud. Los pasajeros son impresionables: ante cualquier emergencia, por pequeña que sea, reaccionan como si hubieran estado muy cerca de morir. La verdad es que El Capitán Duque se sentía incómodo  ante el papel de salvador. Los aterrizajes con un motor inoperativo no revisten gran peligro. Además, los aviadores están bien adiestrados para afrontarlos con éxito casi  invariablemente.

Al filo de las cinco de la tare supimos que habría una demora adicional. Poco después nos informaron que el HK-177 estaría listo para volar a las nueve de la noche. Ya a esa hora era sin duda muy tarde para reanudar el viaje. Estuve seguro de que nos mandarían a un hotel a descansar hasta la mañana siguiente. No fue así. Nos ordenaron permanecer en el aeropuerto  y notificaron al Copiloto y a mí que, de acuerdo con el Capitán, el representante de “Avianca” había ordenado comida para todos en el “Salón Chino”. Estaría lista a las siete de la noche y, como siempre, habría mesa especial para la oficialidad. (Conviene aclarar que la “especialidad” consiste en que  no se sirven cocteles ni bebidas que contengan alcohol).

Eran las seis y media de la tarde. Una oscuridad incipiente se difundía poco a poco. Era el advenimiento inexorable del ocaso. Un sol rojizo y cansino capitulaba detrás de las palmeras. Las nubes mostraban sus últimos arreboles. Bandadas de gaviotas se alejaban hacia el poniente y un alcatraz solitario e indeciso revoloteaba sobre el aeropuerto. La noche que nos esperaba iba a ser larga. Me sentí invadido por una sensación rara, vaga. Por qué no aplazar el vuelo?. Pensé sugerirlo pero decidí esperar. Acaso el Capitán Duque, hombre  conocedor de su responsabilidad, lo resolvería en momento oportuno. Era lo lógico, lo indicado como simple normativo de seguridad.

Y es que tripular un avión grande, multimotor, implica desgasta, físico y mental; significa consumo de energías. Es labor agotadora. Muy al contrario de lo que muchos inexpertos creen, la aviación comercial no es aventura ni trabajo de alegre ejecución. El aviador consiente vive la jornada con dramática intensidad. Hay tanto que atender! Para mantener la nave dentro de la ruta pre asignada es preciso hacer correcciones de rumbo y de altitud frecuentemente. Los instrumentos modernos de navegación aérea son tan sensibles que acusan hasta mínimas desviaciones de la “aerovía”. La expectativa del piloto es permanente: vive en tensión en estado  de alerta física y anímica. Espera lo previsto y… lo imprevisto. Los vuelos “a ciegas” o cuando el tiempo  es variable constituyen una pesadilla, un constante otear un horizonte difuso, blanquecino y cansón. Hay intranquilidad. Nunca se sabe que tan experto o consiente es el piloto de otro  avión que  puede estar acercándose en sentido contrario. Un desliz en la ajustada de un altímetro puede significar una colisión; una leve maniobra imprudente para esquivar una nube puede ser fatal; una indicación errada e un radiofaro, si no es advertida al instante, puede acarrear el desastre.

No hay descuido pequeño en aviación. Volar como lo hacen tantos aficionados es fácil y… peligroso. Volar bien, en cambio, es una Ciencia que presupone facultades de excepción: serenidad, concentración y capacidad para tomar decisiones acertadas  y rápidas, irreversibles casi siempre. El buen piloto  lo sabe así y, porque no se confía. Sabe que el mejor aliado del accidente es la confianza. Toca al aviador vivir la jornada con enervante intensidad.

El hombre inteligente, de criterio sereno y analítico, impera sobre la máquina. Por eso cuando una aeronave va comandada por un experto – mente lúcida y músculos agiles – las fallas mecánicas, salvo en contadas ocasiones, son relativamente fáciles de afrontar. Lo grave es el error humano que  generalmente conlleva dolorosas ocurrencias. Por  lo menos un noventa y cinco por ciento de accidentes aéreos son causados por exceso de confianza, por un descuido “insignificante” o por una obstinación “inocente”. Sin duda tiene un factor común, despiadado e  injustificable: falta de responsabilidad.

        De ahí que ningún piloto debe exceder la jornada ni desafiar las graves consecuencias de la fatiga. Hacerlo es, cuando menos, temerario. Ni el más avezado comandante puede evitar la anulación  parcial de sus facultades a causa del cansancio; su percepción se torna incierta, su criterio  se atrofia, sus reacciones se vuelven lentas y equivocadas. Y entonces, dentro de la inminente lógica  de las cosas mal hechas, el vuelo que él comanda se convierte en un accidente en potencia, en una aventura a merced de lo intempestivo.

        Precisa admitir que el vuelo nuestro comenzaba a enmarcar muy definidamente dentro de tal modalidad. Las horas de espera en los aeropuertos son enervantes. Había razones para que estuviéramos cansados; habíamos madrugado aquel día; habíamos volado cerca de cinco horas, tres de ellas bajo la tensión de una avería mecánica, y llevábamos ya cinco horas de expectativa en aquel aeropuerto, sometidos a la constante presión de nuestros pasajeros.

Así que no tuve duda. Lo acertado seria aplazar la reanudación del viaje para la mañana siguiente. Era  lo juicioso. Me fui a buscar al Capitán para sugerírselo. Mi petición fue denegada de plano. Había que llegar a Bogotá aquella madrugada, a cualquier precio; comenté aquella decisión con el Copiloto Arango y supe entonces que él había también fracasado en igual deseo. Quedaba una alternativa: negarnos a volar, pero eso hubiera ocasionado un cargo de indisciplina y, a  la postre, la cancelación de nuestro contrato de trabajo. Conclusión: a volar!.

        Ahora nos confirmaron que la comida sería servida a las siete y media. Decidí aprovechar la hora que aún faltaba para relajar mis nervios, que habían comenzado a crisparse. Traté de dormir en la sala de tripulantes pero no logre conciliar el sueño. La iluminación allí era demasiado brillante. Además entraron un piloto y una azafata de otra línea aérea y comenzaron a cuchichear muy amorosos e impertinentes. Me levanté de la butaca en que estaba recostado y, de mal humor, caminé hacia el pasillo principal.

        La noche se había venido encima. Nuevamente intenté adormitarme pero el cerebro me traicionó, se me desbocó. Pensaba y pensaba. Hice cuentas: si salíamos a las nueve de la noche, como estaba decidido, llegaríamos a Bogotá casi al amanecer. Qué jornada! Pero era inútil preocuparme por eso. Recordé entonces muchas incidencias acaecidas a lo largo de mis doce años como Ingeniero de vuelo. Reconstruí con asombrosas vividez los detalles de cómo estuve a punto de perecer en accidente aéreo meses atrás. Hoy vuelvo a recordarlo: Eran las nueve de una gloriosa mañana de verano en Bogotá. Estábamos en la cabina del HK-177 el Capitán Guerdon  Brockson, el entonces Copiloto Diego Abdalah y yo. Volaríamos a New York con escalas Barranquilla, Kingston y Miami. Todo estaba listo. Pasamos revista de nuevo a la información esencial: pasajeros, 72; gasolina en depósitos, 2.500 galones; peso bruto, 109.000 libras; temperaturas ambiente, 22 grados centígrados; visibilidad de despegue, ilimitada,; tiempo en ruta, ligeramente nublado…

        La Torre  de Control dio la orden de partida. El Capitán ordenó que pusiera en marcha los motores. Una tras otra, las cuatro poderosas hélices comenzaron a rotar. El Copiloto leyó la lista de comprobaciones: “Presiones y temperaturas,… normales; aletas aerodinámicas,… 60%.; generadores,… 28 voltios; inversores,… 400 ciclos; V1,…100 nudos,… V2,… 111 nudos; mezclas,… ricas…”

        (Debo hacer aquí un paréntesis para explicar a mis lectores no iniciados en aviación que V1 y V2, son velocidades críticas que se consideran determinantes durante la maniobra de decolaje de cualquier avión moderno. Son variables y se calculan en función del peso bruto de la nave, de la longitud disponible de la pista y de la temperatura ambiente. El Copiloto, ojo avizor  sobre el velocímetro, las grita a medida que se van alcanzando. La primera fija el límite en que el piloto puede detener su aeronave en caso de emergencia; la segunda determina que la suerte esta echada. Ya no se debe abortar la maniobra. Cualquier apuro hay que afrontarlo en el aire. Detenerse significaría una desgracia inevitable, una aparatosa estrellada en los confines del aeropuerto. Y esas velocidades eran especialmente críticas aquel día tan cálido en la inadecuada pista del Aeropuerto de Techo. Precisaba ser muy cuidadosos. Toda precaución era poca, por si acaso…)

        Corríamos sobre la pista. Habíamos superado ya V1. El indicador de velocidad ganaba ventaja:… 107 nudos,… 108,… 111. Acabábamos de  rebasar V2 cuando sonó el timbre de alarma. En el tablero de emergencia se encendió una luz roja, el motor número dos estaba ardiendo! Notifique al Capitán la identidad de la falla. Sin apartar la vista de enfrente, me ordeno no tomar acción. Y es que era preciso aprovechar hasta el último gramo de potencia para lograr elevarnos en aquella corta pista que se acababa rápidamente. Brockson, viejo veterano, hizo presión sobre la columna de control. El avión vaciló, empino la trompa y, finalmente, remontó vuelo.

        La campana seguía repiqueteando estridente, asustadora. El Capitán pidió retracción inmediata de tren de aterrizaje y de aletas aerodinámicas. Ganamos altura hasta 300 pies sobre el nivel del terreno. Recibí orden de  detener el motor  y  combatir el fuego. Corte la alimentación de combustible y la ignición y perfile  la hélice; seleccione la manija del extinguidor de incendios y tire violentamente del disparador. La campana ceso de sonar. El fuego se había extinguido… pero el velocímetro comenzó a retroceder: 140 nudos,… 120,… 100,… 90! Perdíamos sustentación. El HK-177 se iba a desplomar…! El Capitán apeló al único recurso posible: bajo la nariz de la nave y apunto hacia el suelo. Perdimos cien  pies sin ganar velocidad apreciable. La tierra se acercaba… Un tirón de la columna de control y enderezamos. La aguja del velocímetro continuaba en 90. Una torre con un enorme tanque nos esperaba enfrente, a poca distancia. Íbamos a estrellarnos! Intentar un viraje forzado era un suicidio: a esa escasa velocidad las alas perderían toda sustentación y caeríamos a plomo sobre  y  sector poblado,… con 2.500 galones de gasolina de alto octanaje!.

        En aquel fugaz momento  comprendimos toda la gravedad de la situación. Entonces el Capitán Brockson aventuro un levísimo movimiento de la cabrilla. El ala derecha se elevó centímetros y paso sobre el tanque, casi rozándolo. Iniciamos un viraje lento, critico, peligrosos  a aras de los techos. El avión temblaba, señal de que iba a entrar en “pérdida”, de que se iba a caer, pero  la pista estaba ya allí enfrente, cercana, acogedora, y acaso en el  momento crucial, cuando ya la Muerte estiraba su garra, rebotaron las llantas sobre el asfalto. EL noble HK-177 se había salvado… y con él, nosotros. Fue un milagro. Técnicamente no se concibe una sustentación a 90 nudos sobre Bogotá. La vida de todos pendió de un débil hilo. Acaso las oraciones…

        Siete y media de la noche. Llegaron el cabinero Inocencio Parra y la azafata Paloma Riaño a informarme que el Capitán Duque y el Copiloto Arango me esperaban. Camine hacia el comedor. Al atravesar el pasillo lateral divisé desde lo alto el impresionante paisaje de Miami nocturno. Preciso contraste de oscuridad y reflejos multicolores.

        El ambiente y la decoración eran atractivos en aquel comedor: farolitos chinos pendían de las paredes y de los techos. Había un incentivo acogedor, un exotismo oriental. Sobre las mesas lucía su distinción la champaña, servida de burbujeantes copas de fino cristal; de los pequeños y gráciles floreros de plata se levantaban amapola y claveles rojos, y de aquellos tersos manteles de níveo lino aparecían  emerger como por suerte de magia las lamparitas de aceite cuya luz vivaracha y tenue dibujaba sombras caprichosas y móviles sobre las flores.

        Los pasajeros estaban alegres, no cabía duda. El abogado Pájaro recitaba en voz baja para  un auditorio que lo escuchaba con deleite: El torero Chicuelo II  y su cuadrilla, allá en otra mesa, hacían caso omiso de la champaña y bebían de una “bota” española; el señor Capehart  y su señora brindaban el uno para el otro con encantadora coquetería. Todo allí era euforia. Ni el más leve presentimiento de que, para casi todos, aquel convite era el último!

        Nuestra mesa, en cambio, estaba triste. Reinaba  allí cierta lasitud, un desgano asfixiante. Arango  de temperamento jovial y jacarandoso, ensayó un chiste que pasó ignorado, hice un comentario picaresco, que fracasó rotundamente. Para romper aquel hielo, aquella indiferencia, señale una de las lucecitas de aceite y dije: “Parecen lámparas votivas. Me gustaría tener una así en  mi casa”. Silencio. El Capitán  Duque, fijo una mirada intensa en una de ellas y contestó: “A mí me parecen veladoras de difuntos”. Y volvió a sumirse nuestra mesa en un mutismo sepulcral… (Qué visión aquella de Jaime Duque, Dios mío! Qué anticipo macabro a los designios inescrutables!).

        A las nueve menos diez minutos se dio la orden de pasar a bordo. Poco después enfilamos hacia la pista. Muy cerca de la cabecera nos estuvimos para las pruebas de rigor. Comprobé los motores uno y cuatro e hice una observación de instrumentos. Perfectos. Ahora tocaba el  turno al dos y al tres. Avance lentamente las palancas reguladoras de poder: las revoluciones subieron parejas a dos mil cien y la presión de múltiple se estabilizó en treinta pulgadas de mercurio. Me disponía a probar las hélices, generadores y magnetos cuando el  motor número dos sufrió una pérdida repentina de fuerza. Las revoluciones se bajaron a 1.900 y el indicador de consumo comenzó a oscilar. Teníamos problemas otra vez! El analizador electrónico de fallas fue certero ahora: un distribuidor se había roto. El Capitán, con sano criterio, decidió que  no podíamos salir así y avisó a la torre de control que regresábamos debido a falla mecánica. A las nueve y veintidós minutos estábamos desembarcando pasajeros de nuevo. Uno de ellos decidió enfadarse y cambiar de  línea aérea porque esos aviones “no servían”. Y se fue con maleta y todo.

El distribuidor estaría reparado y el avión listo a media noche. Consideramos Arango y yo como obvio e indiscutible que el vuelo  quedaba aplazado automáticamente, pero la decisión del Capitán Duque nos fue ratificada: saldríamos tan pronto como el HK-177 nos fuera entregado. Arango y  yo tratamos de protestar pero fue inútil. Ordenes son órdenes. Duque alego que había sido amonestado en ocasión anterior  por el Vicepresidente Técnico por haber pospuesto un vuelo muy similar. Tenía una carta que podía exhibir al instante, nos dijo. Pese a tan poderosa razón, no quedamos convencidos. Estábamos realmente cansados.

        A las doce y dos minutos partimos. El pronóstico meteorológico era dudoso. Habíamos almacenado gasolina extra por si nos tocaba sobrevolar Jamaica y seguir hasta Barranquilla. En la cabecera de la pista, como la vez anterior, probamos los sistemas y los motores, que sonaron poderosos y sanos esta ocasión. El Capitán ordeno Arango que tomara los controles hasta Montego Bay. Este me miro  resignado  y obedeció aquella orden llena de temeridad.

Comenzamos a correr sobre la pista. Aumento la velocidad y la tierra empezó a quedar abajo. Y así con una tripulación incapacitada por la fatiga, “despego” el HK-177 de “Avianca” en etapa lógica hacia la muerte. Cuarenta y un pasajeros, inocentes y confiados, tenían su destino definido!

La visibilidad no era la mejor, Hicimos un “tráfico” largo sobre Miami mientras ganábamos altura. Ajustamos rumbo sur de 177 grados y regulamos el régimen de poder al valor indicado por las cartas. Entonces el Capitán Duque pensó que los pasajeros debían estar muy cansados por  lo larga de la jornada y ordeno apagar las luces principales de la cabina para que pudieran  dormir durante dos horas.

Avanzábamos en la oquedad de la noche. El aire afuera se adivinaba húmedo  y frio. El horizonte era incierto y convulsionado: allá, contra la bóveda infinita, fulguraciones de tormenta destellaban como una prevención del cielo… El HK-177 se deslizaba hacia su destino con precisión matemática. Entre tanto, la parcas, trío inmisericorde, preparaban su festín macabro!

Atravesamos una capa de nueves de mediana compacidad. Comenzó a lloviznar. Me dedique a las labores de rutina. El correspondía durante el crucero, calcular entre otras cosas los consumos y llevar una estadística minuciosa del combustible en cada tanque. Esto  es muy importante porque es preciso consumir gasolina en un orden determinado por la resistencia estructural de la nave. Así se evita someter las alas a esfuerzos cortantes excesivos durante operación en  tiempo  movido y, además, se mantienen un cierto límite de centro de gravedad para que el avión no tienda a escorarse hacia babor o estribor. Esto implica computaciones laboriosas cada hora o siempre que se hace un reajuste de potencia debido a variaciones de temperatura ambiente o de densidad atmosférica. Recuerdo que tuve que hacer un gran esfuerzo  para concentrarme  y  poder trabajar. El computador parecía deslizarse  sistemáticamente  de entre mis manos. Estaba rendido, sinceramente imposibilitado.

Resultaba alarmante sentir en carne propia los estragos del cansancio. La fatiga había mermado mis facultades básicas de manera evidente. Fui víctima de una ilusión óptica: los instrumentos parecían mofarse de mí. Se opacaban, se abrillantaban, se alejaban, se me venían encima. Cómo librarme de aquello?. Llamé a la aeromoza Zarandona y la pedí un vaso con agua bien helada – acaso el último que dio en su vida! – y me lavé la cara. Reaccioné. Todo se estabilizó a mí alrededor. Consideré que los pilotos  debían estar en las mismas condiciones en que estuve poco antes e iba a insinuarles que también se lavaran la cara, pero ya era tarde. En ese preciso momento el Capitán Duque nos ordenó iniciar la maniobra de aterrizaje. Montego Bay estaba a la vista. Eran las dos y diez y seis minutos de aquella dolorosa madrugada del veintiuno de Enero de 1960.

Arango se ajustó el cinturón de seguridad. Llevó su mano izquierda a los aceleradores y los retrasó un poco. El HK-177 comenzó a descender dentro de un patrón asignado desde tierra. Pasó sobre la estación  a 6.000 pies y se dirigió hacia el mar para describir un gran semicírculo y orientarse con la pista indicada. El Capitán leyó en voz alta la lista de comprobaciones e hicimos todos los procedimientos del caso. Continuamos descendiendo y aproximándonos.

Seguía cayendo una llovizna menuda, persistente que empañaba los vidrios frontales. La pista se apreciaba mal, como escasamente iluminada, excepto en un trecho que se destacaba por lo blanquecino de su concreto recién vaciado para hacerla adecuada para aviones a reacción. Nos acercábamos normalmente. Los brazos del “limpia- parabrisas” comenzaron a moverse para despejar el agua adherida a los vidrios; los motores iban reducidos, el tren de aterrizaje abajo y asegurado y las aletas extendidas 60%... la lluvia se hacía más  densa ahora. Arango pidió luces. Duque acciono dos interruptores que iluminaron los fanales que estaban instalados en las alas del avión. U luz, difusa, se proyectó sobre la pista húmeda y brillante como un espejo.

Y así, con tantos factores adversos, seguimos aproximándonos en maniobra aparentemente normal pero en verdad muy arriesgada aun para un piloto  que  no estuviera rendido por la fatiga. Se habían conjugado casi todas las condiciones propicias para una ilusión óptica o para un error de perspectiva: cansancio, mala visibilidad, los “limpia – parabrisas” en  movimiento, luz incidente sobre una pista mojada y prolongada en dos matices.

A última hora el Ingeniero de Vuelo, por su ubicación detrás de la silla del Copiloto, no alcanza a ver la pista, pero yo la veía de reojo esta vez. Íbamos con la proa muy inclinada hacia abajo?. Miré el inclinómetro instalado en mi tablero de instrumentos y pude comprobar que, en efecto,  así era. No me gusto la cosa. Sin embargo, pensé que en cualquier momento Arango daría un tirón a la columna de control, nivelaría y que nos deslizaríamos con suavidad sobre el campo, en feliz aterrizaje.

De pronto, un terrible impacto! Sacudidas violentas, confusión. El HK-177 quedó en tinieblas por un momento. De repente una claridad exterior comenzó a rutilar como un halo de fuego. Y era eso, precisamente! Nos habíamos estrellado y el avión estaba incendiado.

Estaba lesionado y aturdido. Sentí sangre manar de mis narices con profusión. Cerré los ojos y esperé. Entonces comprendí que íbamos de tumbo en tumbo, saltando el malogrado avión sobre su lomo superior. Se había invertido.

Al abrir los ojos vi que el Capitán Duque y el Copiloto Arango pendían de sus cinturones como grandes murciélagos  y que trataban de soltarse. Mi silla se había roto por el pedestal. Al fin se detuvo la nave… o lo que quedaba de ella. Traté de incorporarme, pero no pude. Dios  Santo, me he roto la espina dorsal, pensé aterrado! Al momento caí en la cuenta de que era que aún estaba asegurado por el cinturón a la deshecha silla. Había sobre mi varios amplificadores que se desprendieron del aparador de radio- comunicaciones. Oía el crujir de las llamas. Los lamentos de los pasajeros se percibían en la cabina con dolorosa fidelidad, a través de la puerta trabada. Esos alaridos  siniestros y el crepitar del fuego se mezclaban para dar vida a un corto plañidero, a una letanía desesperante.

Rápido, Arango,… rápido…!” Era la voz angustiada, casi suplicante, del Capitán Duque, quien ayudaba su Copiloto a salir por una ventanilla lateral de ventilación. Arango se había atascado y Duque lo empujaba para despejar la vía. Apenas se libró Arango; el Capitán introdujo su cabeza por el mismo agujero y…se trabo también. Las llamas lo iluminaban de cerca ya, con apetito sádico: su muerte por incineración estaba allí, como un hado ineluctable. Pude al fin levantarme y empujarlo hacia su salvación. Lo oí caer al mar y alejarse raudo, en natural reacción. (La mitad del avión había quedado en tierra; la otra mitad en agua, contra la orilla de una pequeña ensenada que se había formado allí a aquel lado de la pista).


Miré hacia afuera y vi las aguas convertidas en un manto de fuego, en una visión del mismo infierno que describió Dante. Me horroricé! No podía pensar en una escapada por donde habían salido mis dos compañeros por ser mucho más corpulento que ellos y porque, además, no había quien me ayudara desde adentro. Había quedado solo, abandonado a mi suerte, en aquella carlinga que ya no era más que estructura retorcida y candente. Mi suerte parecía sellada. Iba a calcinarme! Necesitaba un milagro, y recé con fe doliente, con frenético anhelo. Comprendí que requería gran presencia de ánimo y cristiana resignación  para afrontar aquel duro trance. Pensé en mi familia y presentí su dolor ante mi cadáver chamuscado y nauseabundo, acaso incognoscible.


Ahora, ante aquella realidad horrible, comencé a razonar casi con frialdad. Los gemidos que venían de la cabina principal iban decreciendo convirtiéndose en apagados estertores; había un olor penetrante a carne asada. Comprendí que, como yo, los pasajeros estaban atrapados. La puerta principal y los escapes de emergencia debían estar atascados también, como la puerta que me dividía de ellos. Era preciso salvarlos. Eran mi deseo y mi deber como tripulante. Pensé que la única posibilidad para ellos- y para mí! – consistía en derribar la puerta divisoria de las dos cabinas e irrumpir en el pasillo principal para forzar las escotillas de emergencia o para romper aquellos vidrios dobles, de tremenda resistencia. Busque la hacheta que teníamos abordo pero no la pude hallar en aquella penumbra, posiblemente porque la inversión del avión me hizo perder la composición de lugar, o por mi angustia. Traté entonces de derribar la puerta con el peso de mi cuerpo. Cuando luchaba para forzar la manija de la cerradura, sentí que alguien, del otro lado, intentaba abrirla también, acaso esperanzado en que estaríamos haciendo todo lo posible para darles protección. Rompí una pequeña rejilla instalada para el paso de aire entre las dos cabinas y – oh, Dios mío!- vi aquella danza macabra que durante meses me quiso enloquecer: los pasajeros saltaban incendiados como teas vivientes. Se estaban asando vivos! Aquellos fue un verdadero holocausto, un espectáculo dantesco!.


Aun no comprendo como pude sobreponerme a aquel trauma anímico en ese momento de tanta intensidad. Estuve a punto de desmayarme y, aun ante mi propio terror, sentí que el corazón se me desgarraba. Lloré ante mi impotencia.


El fuego había penetrado ya en mi cabina. En un arranque de suprema voluntad y de desesperación me encamine hacia la estrecha ventanilla por donde había salido Duque y Arango. Me asfixiaba. No había alternativa. Metí la cabeza y empuje. Acaso ayudado por la Divina Providencia, logre salir mientras las llamas me castigaban. Llevo una horrible cicatriz en la mano izquierda y mi espalda está toda lacerada, pero estoy vivo.


Al alejarme de aquel horror, contristado el espíritu y lleno todo de confusión alcé los ojos al cielo como para implorar clemencia. Las nubes se abrían en ese momento. Una estrella muy brillante se asomaba en el firmamento. Era como la nota de esperanza, como una guía para aquellas almas que, acaso ya purificadas por el fuego, se escapaban hacia la Eternidad desde aquella pira, mitad máquina y mitad gente.


Lejos encontré al Capitán Duque y al Copiloto Arango, ilesos en sus cuerpos pero heridos de fondo en sus almas. Duque me pregunto por  los pasajeros. Con voz entrecortada por el sufrimiento le informe que estaban allá, ardiendo. Solo entonces se percató de que no habían logrado escapar y en ese instante aprecio la magnitud de la tragedia. Lo vi sollozar con amargura inefable. Arango y yo tuvimos que sujetarlo a viva fuerza para evitar que regresara al HK-177. Estoy seguro de que se hubiera inmolado, y su sacrificio hubiera sido tan hermoso como inútil.

Hoy, en este rato, quiero, a pesar de su temeridad, rendirle  mi tributo de respeto a Jaime Duque Olarte por sus grandes cualidades humanas. Si procedió con insistencia fue, seguramente, debido a circunstancias ajenas a su voluntad y a su clara inteligencia.


Al amanecer, salió el sol sobre Montego Bay. Una bandada de pájaros negros revoloteaba sobre los restos humeantes. No eran gaviotas…


Este accidente, que he tratado de relatar con veracidad y honesta intensión, dejó en mi alma heridas que nunca sanarán. Me siento parcialmente culpable. Sí, culpa por cobardía. Si no hubiera temido perder mi empleo, que de todas maneras perdimos todos, me hubiera negado  a volar  aquella noche tenebrosa. Cuánto sufrimiento hubiera evitado! Que el Señor nos perdone. La intención, yo lo sé, fue  buena!


Ojalá que esta narración sea leída por  muchos  pilotos de aviación. Y personal aeronáutico.




Alfonso R. Esparragoza G.
Barranquilla, Febrero de 1961.




Compilado y editado por
ALVARO SEQUERA DUARTE
Instructor de Aviación.
Mayo del 2014.
        Aviador y Abogado Aeronautico.



Un día o mejor, una noche húmedas y oscura. La muerte de inspiró en la temeridad para asestarle a la Vida un rudo golpe. Aquí leerás, amable lector, escueta y doliente, una historia muy triste.
Con tímida emoción, con doloroso respeto, la dedico a la memoria de los incinerados en el avión HK-177 de “Avianca”, en Montego Bay…
 
 FUEGO…!

El teléfono sonó insistentemente. Atendí. Era la sección de Itinerarios de la “Avianca” para confirmar mi asignación como Ingeniero de Vuelo para el día siguiente. Mis compañeros en la carlinga, me dijeron, serían Capitán Jaime Duque Olarte y el Copiloto Humberto Arango. Di las gracias, colgué y subí a acostarme.

Dormí bien aquella noche. Recuerdo que amanecí eufórico. Baje hasta el garaje de mi casa, situada en un sector muy agradable de Nueva York. Eché a andar el motor del automóvil y dejé el calentador en funcionamiento. Fuí al comedor para desayunar en compañía de mi esposa y de mis hijas, que se habían levantado para despedirme. Por la ventana, húmeda por la evaporación, observé la calle, casi desierta a aquella hora. Los árboles estaban desnudos, heridas sus ramas por la reciente helada; el pavimento se veía cubierto con una fina escarcha que semejaba un gran sudario. Aquel invierno era intenso, cruel; hacía un frío cortante que calaba los huesos esa mañana del 20 de Enero de 1960.

Llegó la  hora de partir. El carro  estaba tibio,  acogedor. Coloqué mi maletín de viaje en la silla trasera, me persigné y emprendí la marcha. Mientras conducía por la “Grand Central Parkway”, divagué  un poco: era una calamidad tener que salir tan temprano en una mañana así. En fin… tocaba! A las nueve de la noche estaría en Bogotá, donde el clima sería benigno, agradable… Aceleré. Tenía que llegar al aeropuerto “Kennedy” dos horas antes de la señalada para el despegue. Era ese inflexible reglamento! Miré hacia el horizonte: hermoso el cielo azul profundo. Una opalescencia promisoria se insinuaba allá en lontananza, por detrás de  la empinada torre del Empire State Building. Iba a ser, sin duda, uno de esos días paradójicos: mucho sol y mucho frío. Y seguí avanzado por la solitaria carretera. La grama, mustia, yerta, daba el paisaje un tinte de tristeza, una nota de agonía.

El Aeropuerto bullía como una colmena human. Viajeros de diversas nacionalidades lucían sus indumentarias típicas. Caminaban en todas direcciones. Unos hacían compras de última hora; otros buscaban  sus equipajes en tanto  que los más andaban nerviosos, excitados, acaso sin saber porque. Se escuchaban  conversaciones en muchos idiomas. Una pareja italiana, mandolinas al hombro  él, discutían y gesticulaban con frenesí; un piloto inglés observaba con “mirada ausente” el andar glorioso de una despampanante  azafata española, una de esas mujeres mezcla de árabe y andaluz seguramente; un comerciante, flaco y de nariz aguileña muy característica, trataba afanosamente de vender sus “finos” relojes… falsificados; una pareja de recién casados preguntaba a un despachador por qué su vuelo estaba demorado… En fin, era un día como tantos otros en el abigarrado terminal aéreo de Long Island.

En el Despacho Internacional me entregaron una copia de nuestro plan de vuelo. Miré de paso el tablero de control; llevaríamos  cuarenta y un pasajeros y almacenaríamos cinco mil galones  de gasolina. El mapa meteorológico pronosticaba un día claro, un cielo límpido en toda la ruta. Seguí hacia el avión para iniciar mi trabajo de pre vuelo: pruebas funcionales y comprobaciones exhaustivas de todos los sistemas. Eran  exactamente las nueve y media cuando regresé  para informar al Capitán Duque que todo estaba en regla en nuestra aeronave. Podríamos salir a las diez en punto.

“…Potencia máxima…”, ordenó el Comandante. Avancé hasta el tope las cuatro palancas reguladoras de combustible. Los motores rugieron, poderosos. Al instante  el Super-Constellation HK-177, de “Avianca” tembló como un monstruo sorprendido y barajusto en afanoso vértigo de aceleración:…20 nudos… 40,…100,… 120,… El Capitán Duque, seguro y diestro, tiró despacio de la columna de control… La pesada máquina, triunfante y grácil ahora, levantó la nariz, se empinó y remontó vuelo. Todo iba a pedir de boca; temperaturas, normales; revoluciones, 2900; voltios, 24; amperios, 380… El altímetro ganaba ventaja; ahora estábamos a 500 pies; el velocímetro indicaba 140 nudos.


“…Ruedas arriba…”, fue la orden ahora. Reduje gas. Los motores aminoraron sus ímpetus y los dinamómetros acusaron un descenso de 10.000 a 7.600 caballos. Nos trepábamos raudos. Habíamos alcanzado ya cuatro mil  pies sobre el nivel del mar. El puntero del velocímetro avanzaba con regularidad 155,… 160,… nudos Las aletas también fueron retractadas.


“…Potencia media…!” gritó esta vez el Capitán. El avión, aligerado  ya de sus impedimentas aerodinámicas, pareció saltar como un brioso Pegaso hacia el azul del cielo, Nueva York, la metrópoli de los rascacielos atrevidos, la ciudad de los mil y un afanes, quedaba atrás.

Y allá abajo,  un mar displicente, casi sumiso, acariciaba con desdén las playas ostentosas de la costa este de los Estados Unidos. A la derecha, sobre el sur, la Estatua de la Libertad se alzaba majestuosa y parecía agitar su antorcha como para desearnos feliz jornada; más allá, no muy lejos podía distinguirse claramente una multitud que acaso observaba alborozada como eran linchados unos negros… Pusimos régimen de ascenso y viramos suavemente hacia un rumbo de 174 grados, en viaje que presagiaba feliz culminación…
  

Habíamos volado durante una hora y cuarenta y siete minutos. El Copiloto Arango hacia una llamada radiofónica de rutina:… “Torre de Norfolk,… Torre de Norlfok… este es el HK-177 de “Avianca”, en vuelo 677…; volamos ahora sobre su estación, a 18.000 pies. Rumbo magnético, 175 grados…; sobrevolaremos Miami a las 14:03. Esperamos aterrizar en Montego Bay a las 15:00… Gracias”. El zumbido de los motores difundía un hálito  de letargo. Acababa de hacer una observación de instrumentos. Todo era normal, rutinario. De pronto el avión comenzó a temblar… Algo andaba mal! El Capitán Duque se afianzó en su silla y me miró inquisitivo.

El dinamómetro del motor de la extrema derecha oscilaba. Escudriñé la pantalla del detector electrónico de fallas. Las sinuosidades eran normales. Esto indicaba que el motor estaba bueno. La vibración era causada por la hélice o por su “gobernador”. Peligroso, muy peligroso. Si aquella llegara a “desbocarse” podría desprenderse de su eje, lo que causaría casi con seguridad un desastre. Informe al Capitán y pedí autorización para reducir la potencia a un mínimo para reducir la potencia a un mínimo en esa hélice mientras él tomaba una decisión: era urgente detener el motor para evitar una tragedia. Duque, con mucha serenidad, tomó el micrófono pulso el botón de VHF y estableció comunicación de emergencia:… “control de Norlfok;… Este es el HK-177 de “Avianca”;… tenemos dificultades con la hélice número cuatro;… vamos a detener el motor;… solicito permiso inmediato para descender a 10.000 pies… Me oyen?”. Y al instante:”…HK-177…Este es Norfolk;… recibido su mensaje; autorizado descenso inmediato a 10.000 pies;… repetimos, 10.000 pies… Estaremos pendientes;… los seguiremos con el radar… Manténganos informados…Buena suerte, HK-177…”

El Capitán presionó sobre la columna. La nave se inclinó. El altímetro comenzó a retroceder: 15.000 pies,… 13.000,…10.000. En atención a una orden perentoria, oprimí el  botón de perfilamiento, cerré simultáneamente las válvulas de gasolina e interrumpí el circuito de ignición. El motor dejó de funcionar, la hélice detuvo su rotación y el HK-177 se serenó. El peligro había sido conjurado!. Los otros tres motores funcionaban a la perfección, pero era preciso aterrizar cuanto antes para reparar la avería.

La aeromoza Zarandona vino a la carlinga a informase de qué  ocurría. Había visto la hélice en “paso de bandera”, que en jerga de aviadores quiere decir que sus palas se orientan con el aire para reducir  la resistencia aerodinámica. El Capitán la informó brevemente y le pidió que mandara al Jefe de Cabineros Inocencio Parra. A éste le  ordenó que enterara a los pasajeros de que debido  a una avería “sin importancia” aterrizaríamos en Miami; que estaríamos allí aproximadamente una hora y media y que durante su estada en el aeropuerto serían invitados a refrescos, por cortesía de “Avianca”. Poco después escuchamos la voz de “Parrita”, serena y clara, que pasaba el mensaje por los altavoces. Nadie hubiera adivinado que aquel era su último mensaje!.

Como el plan de vuelo estipulaba una aerovía que pasaba sobre Miami, no hubo que alterar rumbo. Rectificamos nuestras computaciones para ponernos a tono con la nueva configuración de la nave. No sería necesario botar gasolina para alcanzar el límite de peso para el aterrizaje. Bastaría con “enriquecer” las mezclas y, por tanto, consumir un poco más. Así, con la nueva velocidad reducida a 164 nudos, llegaríamos sobre Miami con un peso bruto de 107.000 libras, que era el máximo permisible.

Ahora volábamos  sobre el mar, la costa de Florida muy cerca a la derecha. Podíamos ver las olas estrellarse contra las playas y formar pequeñas vertientes. No muy lejos se divisaba West Palm Beach, toda llena de hoteles suntuosos y de palmeras exuberantes. En el horizonte remoto se presentía ya Miami. Un pesquero navegaba a toda máquina rumbo al sur, casi con seguridad hacia  las costas  colombianas a desposeernos imponentemente de nuestra riqueza ictiológica.

La torre de control autorizo un descenso largo, hasta cuatro mil pues. Preguntaron al Capitán Duque si deseaba que tomaran alguna precaución adicional a las acostumbradas en estos casos. Contesto que solamente las de rutina para aterrizajes en tres motores. Y seguimos aproximándonos por el norte. Verificamos el peso: 107.000 libras, ni más  ni menos.

La torre ordenó otro descenso, a dos mil pies esta vez. Autorizó la maniobra de aterrizaje. Desde lo alto pudimos ver dos carros de bomberos que tomaban posición en la cabecera de la pista. Seguimos acercándonos. Habíamos virado un poco y volábamos sobre el occidente de la ciudad. El aeropuerto estaba allí, a poca distancia, un poco a la izquierda.

El Capitán Duque accionó los controles. El ala derecha se inclinó marcadamente. Nos orientábamos hacia la pista con gran precisión. El tren y las aletas de aterrizaje estaban ya extendidos, listos. Una última reducción de poder y un tirón suave de la columna de control hicieron que el HK-177 se deslizara sobre la pista magistralmente. El Capitán había hecho un gran trabajo. Los carros de bomberos se alejaron.

Cuando examine, ya en la plataforma de desembarque, la hélice dañada vi que estaba manando aceite de su “gobernador”. Habría que cambiar ese componente. Eran las dos y cincuenta minutos de la tarde. Nuestro avión era el único en la rampa. Los técnicos conceptuaron que el trabajo no se podría efectuar allí y remolcaron, la aeronave hacia un hangar. La traerían, ya reparada, a las 4:45 de la tarde. Se fijó la salida para Montego Bay para las 5:00.


El Capitán Duque, el Copiloto Arango y yo fuimos entonces a reunirnos Con los pasajeros en la refresquería. Eran atendidos con mucha solicitud por nuestros carabineros y aeromoza. Al vernos hubo elogios  desmedidos, fruto de la nerviosidad. Unos consideraban que habían estado en “grave peligro” y aclamaban al piloto como a su salvador; otros, menos expresivos, aprobaban con amplia sonrisa tales exageraciones. Todos se consideraban. Y era hasta explicable tal actitud. Los pasajeros son impresionables: ante cualquier emergencia, por pequeña que sea, reaccionan como si hubieran estado muy cerca de morir. La verdad es que El Capitán Duque se sentía incómodo  ante el papel de salvador. Los aterrizajes con un motor inoperativo no revisten gran peligro. Además, los aviadores están bien adiestrados para afrontarlos con éxito casi  invariablemente.

Al filo de las cinco de la tare supimos que habría una demora adicional. Poco después nos informaron que el HK-177 estaría listo para volar a las nueve de la noche. Ya a esa hora era sin duda muy tarde para reanudar el viaje. Estuve seguro de que nos mandarían a un hotel a descansar hasta la mañana siguiente. No fue así. Nos ordenaron permanecer en el aeropuerto  y notificaron al Copiloto y a mí que, de acuerdo con el Capitán, el representante de “Avianca” había ordenado comida para todos en el “Salón Chino”. Estaría lista a las siete de la noche y, como siempre, habría mesa especial para la oficialidad. (Conviene aclarar que la “especialidad” consiste en que  no se sirven cocteles ni bebidas que contengan alcohol).

Eran las seis y media de la tarde. Una oscuridad incipiente se difundía poco a poco. Era el advenimiento inexorable del ocaso. Un sol rojizo y cansino capitulaba detrás de las palmeras. Las nubes mostraban sus últimos arreboles. Bandadas de gaviotas se alejaban hacia el poniente y un alcatraz solitario e indeciso revoloteaba sobre el aeropuerto. La noche que nos esperaba iba a ser larga. Me sentí invadido por una sensación rara, vaga. Por qué no aplazar el vuelo?. Pensé sugerirlo pero decidí esperar. Acaso el Capitán Duque, hombre  conocedor de su responsabilidad, lo resolvería en momento oportuno. Era lo lógico, lo indicado como simple normativo de seguridad.

Y es que tripular un avión grande, multimotor, implica desgasta, físico y mental; significa consumo de energías. Es labor agotadora. Muy al contrario de lo que muchos inexpertos creen, la aviación comercial no es aventura ni trabajo de alegre ejecución. El aviador consiente vive la jornada con dramática intensidad. Hay tanto que atender! Para mantener la nave dentro de la ruta pre asignada es preciso hacer correcciones de rumbo y de altitud frecuentemente. Los instrumentos modernos de navegación aérea son tan sensibles que acusan hasta mínimas desviaciones de la “aerovía”. La expectativa del piloto es permanente: vive en tensión en estado  de alerta física y anímica. Espera lo previsto y… lo imprevisto. Los vuelos “a ciegas” o cuando el tiempo  es variable constituyen una pesadilla, un constante otear un horizonte difuso, blanquecino y cansón. Hay intranquilidad. Nunca se sabe que tan experto o consiente es el piloto de otro  avión que  puede estar acercándose en sentido contrario. Un desliz en la ajustada de un altímetro puede significar una colisión; una leve maniobra imprudente para esquivar una nube puede ser fatal; una indicación errada e un radiofaro, si no es advertida al instante, puede acarrear el desastre.

No hay descuido pequeño en aviación. Volar como lo hacen tantos aficionados es fácil y… peligroso. Volar bien, en cambio, es una Ciencia que presupone facultades de excepción: serenidad, concentración y capacidad para tomar decisiones acertadas  y rápidas, irreversibles casi siempre. El buen piloto  lo sabe así y, porque no se confía. Sabe que el mejor aliado del accidente es la confianza. Toca al aviador vivir la jornada con enervante intensidad.

El hombre inteligente, de criterio sereno y analítico, impera sobre la máquina. Por eso cuando una aeronave va comandada por un experto – mente lúcida y músculos agiles – las fallas mecánicas, salvo en contadas ocasiones, son relativamente fáciles de afrontar. Lo grave es el error humano que  generalmente conlleva dolorosas ocurrencias. Por  lo menos un noventa y cinco por ciento de accidentes aéreos son causados por exceso de confianza, por un descuido “insignificante” o por una obstinación “inocente”. Sin duda tiene un factor común, despiadado e  injustificable: falta de responsabilidad.

        De ahí que ningún piloto debe exceder la jornada ni desafiar las graves consecuencias de la fatiga. Hacerlo es, cuando menos, temerario. Ni el más avezado comandante puede evitar la anulación  parcial de sus facultades a causa del cansancio; su percepción se torna incierta, su criterio  se atrofia, sus reacciones se vuelven lentas y equivocadas. Y entonces, dentro de la inminente lógica  de las cosas mal hechas, el vuelo que él comanda se convierte en un accidente en potencia, en una aventura a merced de lo intempestivo.

        Precisa admitir que el vuelo nuestro comenzaba a enmarcar muy definidamente dentro de tal modalidad. Las horas de espera en los aeropuertos son enervantes. Había razones para que estuviéramos cansados; habíamos madrugado aquel día; habíamos volado cerca de cinco horas, tres de ellas bajo la tensión de una avería mecánica, y llevábamos ya cinco horas de expectativa en aquel aeropuerto, sometidos a la constante presión de nuestros pasajeros.

Así que no tuve duda. Lo acertado seria aplazar la reanudación del viaje para la mañana siguiente. Era  lo juicioso. Me fui a buscar al Capitán para sugerírselo. Mi petición fue denegada de plano. Había que llegar a Bogotá aquella madrugada, a cualquier precio; comenté aquella decisión con el Copiloto Arango y supe entonces que él había también fracasado en igual deseo. Quedaba una alternativa: negarnos a volar, pero eso hubiera ocasionado un cargo de indisciplina y, a  la postre, la cancelación de nuestro contrato de trabajo. Conclusión: a volar!.

        Ahora nos confirmaron que la comida sería servida a las siete y media. Decidí aprovechar la hora que aún faltaba para relajar mis nervios, que habían comenzado a crisparse. Traté de dormir en la sala de tripulantes pero no logre conciliar el sueño. La iluminación allí era demasiado brillante. Además entraron un piloto y una azafata de otra línea aérea y comenzaron a cuchichear muy amorosos e impertinentes. Me levanté de la butaca en que estaba recostado y, de mal humor, caminé hacia el pasillo principal.

        La noche se había venido encima. Nuevamente intenté adormitarme pero el cerebro me traicionó, se me desbocó. Pensaba y pensaba. Hice cuentas: si salíamos a las nueve de la noche, como estaba decidido, llegaríamos a Bogotá casi al amanecer. Qué jornada! Pero era inútil preocuparme por eso. Recordé entonces muchas incidencias acaecidas a lo largo de mis doce años como Ingeniero de vuelo. Reconstruí con asombrosas vividez los detalles de cómo estuve a punto de perecer en accidente aéreo meses atrás. Hoy vuelvo a recordarlo: Eran las nueve de una gloriosa mañana de verano en Bogotá. Estábamos en la cabina del HK-177 el Capitán Guerdon  Brockson, el entonces Copiloto Diego Abdalah y yo. Volaríamos a New York con escalas Barranquilla, Kingston y Miami. Todo estaba listo. Pasamos revista de nuevo a la información esencial: pasajeros, 72; gasolina en depósitos, 2.500 galones; peso bruto, 109.000 libras; temperaturas ambiente, 22 grados centígrados; visibilidad de despegue, ilimitada,; tiempo en ruta, ligeramente nublado…

        La Torre  de Control dio la orden de partida. El Capitán ordenó que pusiera en marcha los motores. Una tras otra, las cuatro poderosas hélices comenzaron a rotar. El Copiloto leyó la lista de comprobaciones: “Presiones y temperaturas,… normales; aletas aerodinámicas,… 60%.; generadores,… 28 voltios; inversores,… 400 ciclos; V1,…100 nudos,… V2,… 111 nudos; mezclas,… ricas…”

        (Debo hacer aquí un paréntesis para explicar a mis lectores no iniciados en aviación que V1 y V2, son velocidades críticas que se consideran determinantes durante la maniobra de decolaje de cualquier avión moderno. Son variables y se calculan en función del peso bruto de la nave, de la longitud disponible de la pista y de la temperatura ambiente. El Copiloto, ojo avizor  sobre el velocímetro, las grita a medida que se van alcanzando. La primera fija el límite en que el piloto puede detener su aeronave en caso de emergencia; la segunda determina que la suerte esta echada. Ya no se debe abortar la maniobra. Cualquier apuro hay que afrontarlo en el aire. Detenerse significaría una desgracia inevitable, una aparatosa estrellada en los confines del aeropuerto. Y esas velocidades eran especialmente críticas aquel día tan cálido en la inadecuada pista del Aeropuerto de Techo. Precisaba ser muy cuidadosos. Toda precaución era poca, por si acaso…)

        Corríamos sobre la pista. Habíamos superado ya V1. El indicador de velocidad ganaba ventaja:… 107 nudos,… 108,… 111. Acabábamos de  rebasar V2 cuando sonó el timbre de alarma. En el tablero de emergencia se encendió una luz roja, el motor número dos estaba ardiendo! Notifique al Capitán la identidad de la falla. Sin apartar la vista de enfrente, me ordeno no tomar acción. Y es que era preciso aprovechar hasta el último gramo de potencia para lograr elevarnos en aquella corta pista que se acababa rápidamente. Brockson, viejo veterano, hizo presión sobre la columna de control. El avión vaciló, empino la trompa y, finalmente, remontó vuelo.

        La campana seguía repiqueteando estridente, asustadora. El Capitán pidió retracción inmediata de tren de aterrizaje y de aletas aerodinámicas. Ganamos altura hasta 300 pies sobre el nivel del terreno. Recibí orden de  detener el motor  y  combatir el fuego. Corte la alimentación de combustible y la ignición y perfile  la hélice; seleccione la manija del extinguidor de incendios y tire violentamente del disparador. La campana ceso de sonar. El fuego se había extinguido… pero el velocímetro comenzó a retroceder: 140 nudos,… 120,… 100,… 90! Perdíamos sustentación. El HK-177 se iba a desplomar…! El Capitán apeló al único recurso posible: bajo la nariz de la nave y apunto hacia el suelo. Perdimos cien  pies sin ganar velocidad apreciable. La tierra se acercaba… Un tirón de la columna de control y enderezamos. La aguja del velocímetro continuaba en 90. Una torre con un enorme tanque nos esperaba enfrente, a poca distancia. Íbamos a estrellarnos! Intentar un viraje forzado era un suicidio: a esa escasa velocidad las alas perderían toda sustentación y caeríamos a plomo sobre  y  sector poblado,… con 2.500 galones de gasolina de alto octanaje!.

        En aquel fugaz momento  comprendimos toda la gravedad de la situación. Entonces el Capitán Brockson aventuro un levísimo movimiento de la cabrilla. El ala derecha se elevó centímetros y paso sobre el tanque, casi rozándolo. Iniciamos un viraje lento, critico, peligrosos  a aras de los techos. El avión temblaba, señal de que iba a entrar en “pérdida”, de que se iba a caer, pero  la pista estaba ya allí enfrente, cercana, acogedora, y acaso en el  momento crucial, cuando ya la Muerte estiraba su garra, rebotaron las llantas sobre el asfalto. EL noble HK-177 se había salvado… y con él, nosotros. Fue un milagro. Técnicamente no se concibe una sustentación a 90 nudos sobre Bogotá. La vida de todos pendió de un débil hilo. Acaso las oraciones…

        Siete y media de la noche. Llegaron el cabinero Inocencio Parra y la azafata Paloma Riaño a informarme que el Capitán Duque y el Copiloto Arango me esperaban. Camine hacia el comedor. Al atravesar el pasillo lateral divisé desde lo alto el impresionante paisaje de Miami nocturno. Preciso contraste de oscuridad y reflejos multicolores.

        El ambiente y la decoración eran atractivos en aquel comedor: farolitos chinos pendían de las paredes y de los techos. Había un incentivo acogedor, un exotismo oriental. Sobre las mesas lucía su distinción la champaña, servida de burbujeantes copas de fino cristal; de los pequeños y gráciles floreros de plata se levantaban amapola y claveles rojos, y de aquellos tersos manteles de níveo lino aparecían  emerger como por suerte de magia las lamparitas de aceite cuya luz vivaracha y tenue dibujaba sombras caprichosas y móviles sobre las flores.

        Los pasajeros estaban alegres, no cabía duda. El abogado Pájaro recitaba en voz baja para  un auditorio que lo escuchaba con deleite: El torero Chicuelo II  y su cuadrilla, allá en otra mesa, hacían caso omiso de la champaña y bebían de una “bota” española; el señor Capehart  y su señora brindaban el uno para el otro con encantadora coquetería. Todo allí era euforia. Ni el más leve presentimiento de que, para casi todos, aquel convite era el último!

        Nuestra mesa, en cambio, estaba triste. Reinaba  allí cierta lasitud, un desgano asfixiante. Arango  de temperamento jovial y jacarandoso, ensayó un chiste que pasó ignorado, hice un comentario picaresco, que fracasó rotundamente. Para romper aquel hielo, aquella indiferencia, señale una de las lucecitas de aceite y dije: “Parecen lámparas votivas. Me gustaría tener una así en  mi casa”. Silencio. El Capitán  Duque, fijo una mirada intensa en una de ellas y contestó: “A mí me parecen veladoras de difuntos”. Y volvió a sumirse nuestra mesa en un mutismo sepulcral… (Qué visión aquella de Jaime Duque, Dios mío! Qué anticipo macabro a los designios inescrutables!).

        A las nueve menos diez minutos se dio la orden de pasar a bordo. Poco después enfilamos hacia la pista. Muy cerca de la cabecera nos estuvimos para las pruebas de rigor. Comprobé los motores uno y cuatro e hice una observación de instrumentos. Perfectos. Ahora tocaba el  turno al dos y al tres. Avance lentamente las palancas reguladoras de poder: las revoluciones subieron parejas a dos mil cien y la presión de múltiple se estabilizó en treinta pulgadas de mercurio. Me disponía a probar las hélices, generadores y magnetos cuando el  motor número dos sufrió una pérdida repentina de fuerza. Las revoluciones se bajaron a 1.900 y el indicador de consumo comenzó a oscilar. Teníamos problemas otra vez! El analizador electrónico de fallas fue certero ahora: un distribuidor se había roto. El Capitán, con sano criterio, decidió que  no podíamos salir así y avisó a la torre de control que regresábamos debido a falla mecánica. A las nueve y veintidós minutos estábamos desembarcando pasajeros de nuevo. Uno de ellos decidió enfadarse y cambiar de  línea aérea porque esos aviones “no servían”. Y se fue con maleta y todo.

El distribuidor estaría reparado y el avión listo a media noche. Consideramos Arango y yo como obvio e indiscutible que el vuelo  quedaba aplazado automáticamente, pero la decisión del Capitán Duque nos fue ratificada: saldríamos tan pronto como el HK-177 nos fuera entregado. Arango y  yo tratamos de protestar pero fue inútil. Ordenes son órdenes. Duque alego que había sido amonestado en ocasión anterior  por el Vicepresidente Técnico por haber pospuesto un vuelo muy similar. Tenía una carta que podía exhibir al instante, nos dijo. Pese a tan poderosa razón, no quedamos convencidos. Estábamos realmente cansados.

        A las doce y dos minutos partimos. El pronóstico meteorológico era dudoso. Habíamos almacenado gasolina extra por si nos tocaba sobrevolar Jamaica y seguir hasta Barranquilla. En la cabecera de la pista, como la vez anterior, probamos los sistemas y los motores, que sonaron poderosos y sanos esta ocasión. El Capitán ordeno Arango que tomara los controles hasta Montego Bay. Este me miro  resignado  y obedeció aquella orden llena de temeridad.

Comenzamos a correr sobre la pista. Aumento la velocidad y la tierra empezó a quedar abajo. Y así con una tripulación incapacitada por la fatiga, “despego” el HK-177 de “Avianca” en etapa lógica hacia la muerte. Cuarenta y un pasajeros, inocentes y confiados, tenían su destino definido!

La visibilidad no era la mejor, Hicimos un “tráfico” largo sobre Miami mientras ganábamos altura. Ajustamos rumbo sur de 177 grados y regulamos el régimen de poder al valor indicado por las cartas. Entonces el Capitán Duque pensó que los pasajeros debían estar muy cansados por  lo larga de la jornada y ordeno apagar las luces principales de la cabina para que pudieran  dormir durante dos horas.

Avanzábamos en la oquedad de la noche. El aire afuera se adivinaba húmedo  y frio. El horizonte era incierto y convulsionado: allá, contra la bóveda infinita, fulguraciones de tormenta destellaban como una prevención del cielo… El HK-177 se deslizaba hacia su destino con precisión matemática. Entre tanto, la parcas, trío inmisericorde, preparaban su festín macabro!

Atravesamos una capa de nueves de mediana compacidad. Comenzó a lloviznar. Me dedique a las labores de rutina. El correspondía durante el crucero, calcular entre otras cosas los consumos y llevar una estadística minuciosa del combustible en cada tanque. Esto  es muy importante porque es preciso consumir gasolina en un orden determinado por la resistencia estructural de la nave. Así se evita someter las alas a esfuerzos cortantes excesivos durante operación en  tiempo  movido y, además, se mantienen un cierto límite de centro de gravedad para que el avión no tienda a escorarse hacia babor o estribor. Esto implica computaciones laboriosas cada hora o siempre que se hace un reajuste de potencia debido a variaciones de temperatura ambiente o de densidad atmosférica. Recuerdo que tuve que hacer un gran esfuerzo  para concentrarme  y  poder trabajar. El computador parecía deslizarse  sistemáticamente  de entre mis manos. Estaba rendido, sinceramente imposibilitado.

Resultaba alarmante sentir en carne propia los estragos del cansancio. La fatiga había mermado mis facultades básicas de manera evidente. Fui víctima de una ilusión óptica: los instrumentos parecían mofarse de mí. Se opacaban, se abrillantaban, se alejaban, se me venían encima. Cómo librarme de aquello?. Llamé a la aeromoza Zarandona y la pedí un vaso con agua bien helada – acaso el último que dio en su vida! – y me lavé la cara. Reaccioné. Todo se estabilizó a mí alrededor. Consideré que los pilotos  debían estar en las mismas condiciones en que estuve poco antes e iba a insinuarles que también se lavaran la cara, pero ya era tarde. En ese preciso momento el Capitán Duque nos ordenó iniciar la maniobra de aterrizaje. Montego Bay estaba a la vista. Eran las dos y diez y seis minutos de aquella dolorosa madrugada del veintiuno de Enero de 1960.

Arango se ajustó el cinturón de seguridad. Llevó su mano izquierda a los aceleradores y los retrasó un poco. El HK-177 comenzó a descender dentro de un patrón asignado desde tierra. Pasó sobre la estación  a 6.000 pies y se dirigió hacia el mar para describir un gran semicírculo y orientarse con la pista indicada. El Capitán leyó en voz alta la lista de comprobaciones e hicimos todos los procedimientos del caso. Continuamos descendiendo y aproximándonos.

Seguía cayendo una llovizna menuda, persistente que empañaba los vidrios frontales. La pista se apreciaba mal, como escasamente iluminada, excepto en un trecho que se destacaba por lo blanquecino de su concreto recién vaciado para hacerla adecuada para aviones a reacción. Nos acercábamos normalmente. Los brazos del “limpia- parabrisas” comenzaron a moverse para despejar el agua adherida a los vidrios; los motores iban reducidos, el tren de aterrizaje abajo y asegurado y las aletas extendidas 60%... la lluvia se hacía más  densa ahora. Arango pidió luces. Duque acciono dos interruptores que iluminaron los fanales que estaban instalados en las alas del avión. U luz, difusa, se proyectó sobre la pista húmeda y brillante como un espejo.

Y así, con tantos factores adversos, seguimos aproximándonos en maniobra aparentemente normal pero en verdad muy arriesgada aun para un piloto  que  no estuviera rendido por la fatiga. Se habían conjugado casi todas las condiciones propicias para una ilusión óptica o para un error de perspectiva: cansancio, mala visibilidad, los “limpia – parabrisas” en  movimiento, luz incidente sobre una pista mojada y prolongada en dos matices.

A última hora el Ingeniero de Vuelo, por su ubicación detrás de la silla del Copiloto, no alcanza a ver la pista, pero yo la veía de reojo esta vez. Íbamos con la proa muy inclinada hacia abajo?. Miré el inclinómetro instalado en mi tablero de instrumentos y pude comprobar que, en efecto,  así era. No me gusto la cosa. Sin embargo, pensé que en cualquier momento Arango daría un tirón a la columna de control, nivelaría y que nos deslizaríamos con suavidad sobre el campo, en feliz aterrizaje.

De pronto, un terrible impacto! Sacudidas violentas, confusión. El HK-177 quedó en tinieblas por un momento. De repente una claridad exterior comenzó a rutilar como un halo de fuego. Y era eso, precisamente! Nos habíamos estrellado y el avión estaba incendiado.

Estaba lesionado y aturdido. Sentí sangre manar de mis narices con profusión. Cerré los ojos y esperé. Entonces comprendí que íbamos de tumbo en tumbo, saltando el malogrado avión sobre su lomo superior. Se había invertido.

Al abrir los ojos vi que el Capitán Duque y el Copiloto Arango pendían de sus cinturones como grandes murciélagos  y que trataban de soltarse. Mi silla se había roto por el pedestal. Al fin se detuvo la nave… o lo que quedaba de ella. Traté de incorporarme, pero no pude. Dios  Santo, me he roto la espina dorsal, pensé aterrado! Al momento caí en la cuenta de que era que aún estaba asegurado por el cinturón a la deshecha silla. Había sobre mi varios amplificadores que se desprendieron del aparador de radio- comunicaciones. Oía el crujir de las llamas. Los lamentos de los pasajeros se percibían en la cabina con dolorosa fidelidad, a través de la puerta trabada. Esos alaridos  siniestros y el crepitar del fuego se mezclaban para dar vida a un corto plañidero, a una letanía desesperante.

Rápido, Arango,… rápido…!” Era la voz angustiada, casi suplicante, del Capitán Duque, quien ayudaba su Copiloto a salir por una ventanilla lateral de ventilación. Arango se había atascado y Duque lo empujaba para despejar la vía. Apenas se libró Arango; el Capitán introdujo su cabeza por el mismo agujero y…se trabo también. Las llamas lo iluminaban de cerca ya, con apetito sádico: su muerte por incineración estaba allí, como un hado ineluctable. Pude al fin levantarme y empujarlo hacia su salvación. Lo oí caer al mar y alejarse raudo, en natural reacción. (La mitad del avión había quedado en tierra; la otra mitad en agua, contra la orilla de una pequeña ensenada que se había formado allí a aquel lado de la pista).


Miré hacia afuera y vi las aguas convertidas en un manto de fuego, en una visión del mismo infierno que describió Dante. Me horroricé! No podía pensar en una escapada por donde habían salido mis dos compañeros por ser mucho más corpulento que ellos y porque, además, no había quien me ayudara desde adentro. Había quedado solo, abandonado a mi suerte, en aquella carlinga que ya no era más que estructura retorcida y candente. Mi suerte parecía sellada. Iba a calcinarme! Necesitaba un milagro, y recé con fe doliente, con frenético anhelo. Comprendí que requería gran presencia de ánimo y cristiana resignación  para afrontar aquel duro trance. Pensé en mi familia y presentí su dolor ante mi cadáver chamuscado y nauseabundo, acaso incognoscible.


Ahora, ante aquella realidad horrible, comencé a razonar casi con frialdad. Los gemidos que venían de la cabina principal iban decreciendo convirtiéndose en apagados estertores; había un olor penetrante a carne asada. Comprendí que, como yo, los pasajeros estaban atrapados. La puerta principal y los escapes de emergencia debían estar atascados también, como la puerta que me dividía de ellos. Era preciso salvarlos. Eran mi deseo y mi deber como tripulante. Pensé que la única posibilidad para ellos- y para mí! – consistía en derribar la puerta divisoria de las dos cabinas e irrumpir en el pasillo principal para forzar las escotillas de emergencia o para romper aquellos vidrios dobles, de tremenda resistencia. Busque la hacheta que teníamos abordo pero no la pude hallar en aquella penumbra, posiblemente porque la inversión del avión me hizo perder la composición de lugar, o por mi angustia. Traté entonces de derribar la puerta con el peso de mi cuerpo. Cuando luchaba para forzar la manija de la cerradura, sentí que alguien, del otro lado, intentaba abrirla también, acaso esperanzado en que estaríamos haciendo todo lo posible para darles protección. Rompí una pequeña rejilla instalada para el paso de aire entre las dos cabinas y – oh, Dios mío!- vi aquella danza macabra que durante meses me quiso enloquecer: los pasajeros saltaban incendiados como teas vivientes. Se estaban asando vivos! Aquellos fue un verdadero holocausto, un espectáculo dantesco!.


Aun no comprendo como pude sobreponerme a aquel trauma anímico en ese momento de tanta intensidad. Estuve a punto de desmayarme y, aun ante mi propio terror, sentí que el corazón se me desgarraba. Lloré ante mi impotencia.


El fuego había penetrado ya en mi cabina. En un arranque de suprema voluntad y de desesperación me encamine hacia la estrecha ventanilla por donde había salido Duque y Arango. Me asfixiaba. No había alternativa. Metí la cabeza y empuje. Acaso ayudado por la Divina Providencia, logre salir mientras las llamas me castigaban. Llevo una horrible cicatriz en la mano izquierda y mi espalda está toda lacerada, pero estoy vivo.


Al alejarme de aquel horror, contristado el espíritu y lleno todo de confusión alcé los ojos al cielo como para implorar clemencia. Las nubes se abrían en ese momento. Una estrella muy brillante se asomaba en el firmamento. Era como la nota de esperanza, como una guía para aquellas almas que, acaso ya purificadas por el fuego, se escapaban hacia la Eternidad desde aquella pira, mitad máquina y mitad gente.


Lejos encontré al Capitán Duque y al Copiloto Arango, ilesos en sus cuerpos pero heridos de fondo en sus almas. Duque me pregunto por  los pasajeros. Con voz entrecortada por el sufrimiento le informe que estaban allá, ardiendo. Solo entonces se percató de que no habían logrado escapar y en ese instante aprecio la magnitud de la tragedia. Lo vi sollozar con amargura inefable. Arango y yo tuvimos que sujetarlo a viva fuerza para evitar que regresara al HK-177. Estoy seguro de que se hubiera inmolado, y su sacrificio hubiera sido tan hermoso como inútil.

Hoy, en este rato, quiero, a pesar de su temeridad, rendirle  mi tributo de respeto a Jaime Duque Olarte por sus grandes cualidades humanas. Si procedió con insistencia fue, seguramente, debido a circunstancias ajenas a su voluntad y a su clara inteligencia.


Al amanecer, salió el sol sobre Montego Bay. Una bandada de pájaros negros revoloteaba sobre los restos humeantes. No eran gaviotas…


Este accidente, que he tratado de relatar con veracidad y honesta intensión, dejó en mi alma heridas que nunca sanarán. Me siento parcialmente culpable. Sí, culpa por cobardía. Si no hubiera temido perder mi empleo, que de todas maneras perdimos todos, me hubiera negado  a volar  aquella noche tenebrosa. Cuánto sufrimiento hubiera evitado! Que el Señor nos perdone. La intención, yo lo sé, fue  buena!


Ojalá que esta narración sea leída por  muchos  pilotos de aviación. Y personal aeronáutico.




Alfonso R. Esparragoza G.
Barranquilla, Febrero de 1961.




Compilado y editado por
ALVARO SEQUERA DUARTE
Instructor de Aviación.
Mayo del 2014.